Resulta difícil adaptarse a los tiempos, y más aún cuando vienen impuestos por tradiciones milenarias. La Semana Santa, las vacaciones de agosto, la declaración del IRPF, el partido de los domingos y sobre todo, ese momento lúgubre para unos y con aspecto de luces de neón de hombres gordos envueltos en trajes rojos: la Navidad.

Parece que es el momento de reencontrarse con los tuyos  —si aún te queda alguien —, comprar alguna cosa en el Ecocentro no demasiado cara pero que vaya bien para la piel, soportar las comidas de mayores con mayores y niños con niños, montar un árbol coronado por una estrella que apunte a Siria, contar hasta cinco para despedir el año y recibir en la boca en el estómago la llegada de Trump, y sobre todo para pensar: ¿son artistas los cocineros?, ¿es Amarna Miller una pelirroja demasiado histriónica?, ¿es capaz el idiota que escribe esto de incluir en el mismo párrafo al niño Jesús y a una actriz porno?, ¿cuánto he de aguantar al gilipollas de mi jefe?, ¿es posible superar lo que hicieron los Cuatro de Liverpool?, ¿nos vamos a Baqueira?… Pero en un orden de cosas más importante; si ponemos el contador a cero coincidiendo con el primer segundo del primer minuto de la primera hora del nuevo año, ¿podremos encauzar nuestras vidas?

No creo que nadie conozca la respuesta (a excepción de lo referente a la pelirroja), sin embargo creo que todos albergamos la esperanza, más allá de los destellos y las creencias, de que al menos si seguimos respirando el frío viento que llega desde la cumbre de las torres Kio seremos capaces de acercarnos un poco más, como la mano del creador y un tal Adán en la Capilla Sixtina, a eso que hemos venido a hacer aquí. Eso es sin duda el mejor puto regalo del 2016: ser conscientes de que aún no lo hemos conseguido, pero quizás tenemos algo más de tiempo para al menos vislumbrarlo y, con un poco de suerte, lograrlo. Mientras tanto, beban con moderación, follen lo que puedan y amen sin límites porque el mundo, Amarna y un servidor (3) se lo agradeceremos.