Es un hecho. Ha sucedido y hay que celebrarlo. La homosexualidad ha encontrado el sello otorgado por Disney y, gracias a la serie «Andy Mack», por fin los chavales pueden ser testigos del conflicto personal de Cyrus (traducido en vibraciones y palpitaciones en su corazón y órgano sexual) cada vez que ve a su compañero de pupitre Jonah abrir el libro de historia americana por la página 69.
Y es que mucho ha cambiado el mundo en apenas nueve años, momento en el que desayuné con un montón de músicos y profesores en el bistrôt de la place Armand Carrel. Como siempre en estas ocasiones, me tocó compartir mesa con Lucille, una niña de seis años disfrazada de Cenicienta con pinta de profesora de latín y que, entre plato y plato, coloreaba un álbum de Disney con una precisión casi violenta. Nos hicimos amiguitos, una cosa llevó a la otra, y finalmente me pidió que le ayudara con una estampa del príncipe Encantador sonriendo con una piñata «top». Por aquel entonces, yo trabajaba en Disney y por lo tanto sabía de primera mano que Mickey Mouse era una inglesa llamada Kerry y que el chico que el aspirante a príncipe se llamaba Renaud, le gustaban los tíos y una vez, así sin quererlo, se cayó encima de la princesa Verónica y la dejó embarazada. Un lío, vamos.
Me concentré al máximo en la cara del guaperas y le dibujé los morros de RuPaul, los mofletes de Dolly Parton y unas hombreras brillantes estilo Gay Parade. Orgulloso de mi obra, se lo mostré a Lucille. En cuestión de segundos, su cara adquirió tonalidades púrpuras y comenzó llorar. Le había jodido la fantasía a la niña y la comida a su madre, que me crucificaba con sus ojos de gata. La realidad había entrado en Disney y en su paradigma vital. Un poco como ahora en Disney Channel. Aunque sea descafeinado y con lubricante para todos los públicos. ¡Arriba, Disney, arriba, maricón!