Fue instantáneo. En el primer momento que encendí la televisión y vi aquel peinado con el aspecto de una piña de perfil, esa boca ligeramente asimétrica que parecía besar en lugar de comunicar con un léxico atípico entre los periodistas catódicos, esas orejas de lóbulo invisible, escondidas en un cuello ancho que soportaban el peso de unos pendientes del tamaño de los anillos de Saturno y los ojos del color de la cerveza tostada, supe que yo era para ella y que ella era para mí, que nuestra cita diaria era ineludible. Además, semejante acto no conllevaba ningún esfuerzo extra: apretabas el botón de la tele (no había mando), volvías al sillón y en ese espacio de tiempo Julia aparecía puntualmente, inocente, hierática, casi inmaculada, educadísima, en contraste con mi pito y mi corazón, dos salvajes ágrafos cogidos de la mano y moviéndose al ritmo del 3×4.
Así descubrí el amor, pero uno de verdad, ese rayo que no cesa y que surge de manera involuntaria, que nos recorre las venas a pesar del paso del tiempo, del deshielo y la extinción del lince ibérico. Y entre tanto, los diciembres se repetían y los dos cambiábamos. Julia alternaba la televisión con las ondas y perdía el bazo, cincuenta centímetros de intestino, la vesícula, algo de flexibilidad y yo hacía lo propio con mi apéndice, con Niamh, Noelia y mis molares, con mis esperanzas de llenar «La Riviera»… pero su voz nos unía como las manos de esa enfermera que cuida a dos gemelos separados al nacer, tan lejos, tan cerca, como a Ethan Hawke y a Julie Delpie antes de que amanezca. Y ocurrió. Fue en el peor lugar de todos, un espacio ruidoso e inhóspito llamado «El Hormiguero» que sin embargo, y a pesar de las arrugas que invaden nuestra cara y del beso del capitán Motos (¡cómo te envidio, pequeñín!), desaparecía al tiempo que Julia regresaba a mí, a aquel niño que quería tocar la guitarra y escaparse al desierto con ella de la mano, allí donde nuestros pies dejan huellas y cuentan que si Julia abre la boca una noche de luna llena los coyotes callan y hasta el viento deja de soplar.
Gracias Julia. Contigo el mundo es un lugar menos aterrador.