Conducía entre montañas. Bajo el cielo del norte, mi cuerpo se desvanecía al tiempo que me elevaba al ritmo de las cuatro ruedas Goodyear sobre el asfalto helado. Fue entonces, en el preciso momento en que mis oídos se taponaban a causa de la altura, cuando percibí un olor, como de churrete de leche amarga sobre la cara de un recién nacido, una mezcla de jersey de cuello alto en el fondo del armario de tu madre con varios toques de moqueta del Ministerio de Fomento: el olor del que está más cerca de la muerte que el resto, de la vida en retroceso.

Por supuesto, procedía de mi cara. Inspiré con fuerza, intentando esnifar todos los pelos de mi bigote de morsa, y pude comprobar que, efectivamente, era ella: mi puta barba tenía vida propia y por lo tanto hedor.

Días después, entre amigos que siguen las tendencias capilares de la frente para abajo (algunos de ellos se han olvidado de que tienen pelo y si lo perdieron pasaron un fin de semana en Turquía y arreglado),  introduje la nariz en esas marañas y pude ratificar ante notario (ligeramente beodo) que así era: la barba apesta, es un váter facial, la punta del iceberg del ser humano, conjunto hirsuto de piel, huesos, carne, agua y un cuerpo que, bajo el cielo azul cielo y el pico del Font Blanca, se dirige inexorablemente hacia la ranciedad y la descomposición.

En el caso de las mujeres el equivalente sería la raya del pelo tras evitar el contacto con la ducha durante varios días. Aquí no se libra ni Dios.

P.D.: Por favor, cortaos esa mierda de la cara. Hacedme caso. Ni aceite, ni jabón, ni hostias.