Este soy yo en el 2006 (véase la fecha en el margen inferior derecho). Sí, sí, el mismo que sonríe mostrando una fila perfecta de dientes, apuntando con el dedo índice de la mano derecha, soportando comentarios del tipo «Hasta el infinito y más allá» durante todo el día e intentando encajar en un fajín parecido al de Madonna en sus mejores tiempos.
Y es que no hay nada cool en el hecho de estar en el interior de un personaje de dibujos animados, que existe en el imaginario colectivo de tanta gente, que ha proporcionado tantos buenos momentos a seres pequeños y grandes, a banqueros y limpiadores de suelos, incluso hasta a mi mismo porque ahí, en esa misma foto, hay un chaval que suda a chorros, que maldice su vida, que se pregunta qué cojones hace detrás de esa máscara si él en realidad estaba destinado a triunfar en la música, a vender cientos de miles de libros, a ser el centro de la diana, el póker de ases, el último gran héroe español…
Pero el caso es que la realidad se impuso y no tuve más remedio que plegarme ante ella y pasar todo el jodido verano de ese año, y el anterior y el posterior, dando vida a un traje que pesaba un 33% de lo que desaloja un varón, blanco, heterosexual (no a partir de las 4 de un viernes noche) y de Segovia, haciéndome fotos con Rafael Nadal que lucía con cara de mallorquín brillantes copas de Roland Garros y desmitificando el mundo de los disfraces de Disney, algo que es, a todas luces imposible, un poco como decir en un bar repleto de españoles que hablas japonés, porque, ¿quién coño puede comprobarlo?
Al final no solo eres un farsante sino que terminas admitiendo, con el paso de los años (y ya van 12), que ese fue el momento cumbre de tu carrera como artista. Hasta el finito y un poco menos…