No pude evitarlo. Salía por Malasaña, por el Maraîs, por Williamsbourg y Shoreditch, y veía a todos esos tíos calvos, llenos de tatuajes y con unas barbas acojonantes, lavadas, enjuagadas y perfumadas, balanceándose al ritmo impuesto por la brisa. Y claro, uno que ha nacido en un mundo en el que podemos conseguir casi cualquier cosa que deseemos —y si no la pagas—, sucumbí. Se acabó, nada de cuatro pelillos y un bigote a lo John Waters, ¡el pelo en la cara es el nuevo pelo en la cabeza!
Al final me decidí por Turquía por dos razones: es más barato y muchos amigos injertados —uno de cada dos lo están— me lo recomendaron por su trato exquisito y confidencialidad. El incumplimiento de alguna de estas dos exigencias se paga con la pérdida de una mano.
Así que nada, compré el «pack barba hirsuta» y me planté en Estambul con la sensación de que me acercaba a un hito en mi vida, a una nueva etapa que definiría el resto de mi existencia. Me recosté en la camilla, inhalé el dulce olor de látex mezclado con perfume de Paco Rabanne del doctor Erdogan y seguí con la mirada el trayecto de los pelos desde mi cogote a mi barbilla, un acto que se repitió de manera robótica unas 2.000 veces, pelo arriba, pelo abajo (soy muy observador).
La cuestión es que, una vez finalizada la tarea, todo el equipo se reunió en torno a mi cara —acercándose hasta casi sentir su aliento—, y comenzó a hacer arreglos durante tres horas en función de la moda en el país, eliminando cualquier atisbo de vello en la parte media de la mejilla, respetando al extremo el ángulo entre la barba, el arco de cupido y el hueco del mentón, perfilando con escuadra y cartabón las lineas capilares en cuello y mandíbula.
Cuando me incorporé para mirarme en el espejo y sentirme más hombre, con diez años más pero diez menos en el DNI, integrado en el mecanismo del mundo del siglo XXI, comprobé con horror que tenía la barba de un puto click de Playmobil®.