Es una realidad, demostrable, palpable y a todas luces (y sombras) injusta: las mujeres han sido demonizadas, confinadas a un status de hembras y no de personas desde el primer día, desde ese Dios creó al hombre a su imagen, en el que ellas comienzan a diluirse en los márgenes de un genérico, el hombre, con voz de barítono bajo, a una costilla de procedencia masculina, carne expuesta en un discreto segundo plano. Y del Génesis a épocas menos remotas en las que ellas deslumbraban a artistas y políticos, ampliando su dominio de extensión de lucha a unas simples canvas, siempre un par de pasos por detrás de los que pintan, hasta que por fin, una tarde de octubre de 2017, en la ciudad de los ángeles y los sueños, como no podía ser de otra forma, dicen que ya está bien. Y lo dicen alto y muy claro.
Es partir de ese momento en que el paradigma de nuestro mundo, que solo es tal en sociedad, representado por nuestras relaciones con los demás, da un vuelco y ellas revisitan sus historias sexuales y ellos, nosotros, jóvenes, viejos, maduritos, populares o anónimos, hacemos lo mismo pero desde el otro lado: quizás debería llamar a Marta y pedirle perdón por portarme como un cabrón con ella el día del baile de fin de curso, ¿y qué pensará de mi Cristina, esa chica a la que besé en el coche sin que ella me rechazara pero a la que quizás presioné o pillé en un momento bajo en el que lo único que probablemente quería era ser abrazada? ¿Qué hay de las heridas que dejé, de las cicatrices, del pasado, de mi vergüenza? ¿Cómo debo comportarme en el futuro?
Y es que gracias a Amber Anderson, Lysette Anthony, Asia Argento, Rosanna Arquette, Jessica Barth, Kate Beckinsale, Juls Bindi, Cate Blanchett…(la lista es demasiado numerosa), más las que se sumarán porque el mundo está lleno de depredadores, hemos entonado un grito de guerra que viene a compensar esa injusticia histórica, una suerte de reparación por el daño causado (quizás irreparable) que en algunos casos es muy difícil de demostrar con hechos fidedignos: el «Yo sí te creo».
Pero este mantra, que se extiende por las calles, las ciudades, las redes sociales, por los conciertos, ha abierto una puerta a numerosos problemas entre los que se encuentran precisamente aquellos (hombres) que son arrastrados por la marea y que agitan una bandera en mitad del océano con una leyenda escrita y bien visible junto al cráneo de una calavera: si me acusan de algo de lo que soy inocente, ¿quién me creerá?
Sí, algunos pensarán que es el precio a pagar, unos pocos justos por cientos de pecadores porque, después de ser humilladas durante tanto tiempo por el heteropatriarcado, ¿qué importa que caigan unos cuantos inocentes en nombre de la igualdad? Más inocente será esa pobre cría de la que abusaron sexualmente esos cabrones de «La Manada», o las cuatro mujeres que son violadas cada día en España, ¿no?
Este lema, efectista y sin duda emotivo, un «Je suis Charlie» sin olor a pólvora, representa una visión del feminismo que convierte a la mujer y su lucha en un fetiche, en una figura totémica, un ser sobrenatural al que se dota de una capacidad casi mística, al que se venera como generador de verdad, una sola, sagrada, la misma que muchas veces se nos escapa entre los dedos, esquiva y casi siempre invisible, inalcanzable.
Y es que algo huele a creencia en España y el resto del planeta, a fe ciega, a comportamiento fieramente humano que responde a una reacción visceral y natural por enderezar el rumbo de las vidas de aquellos que antes de creer a pies juntillas necesitan recuperar la confianza en los demás, verificar, recolectar pruebas para después emitir un veredicto que no sirva para mover montañas sino para acercarnos al espejo, a la superficie del lago y asumir que dentro de nuestras carcasas somos exactamente lo mismo: criaturas imperfectas en busca de aceptación y destinados a vivir juntos, nos guste o no.