Antón Alvarez Alfaro era un chaval normal, de barrio, que ya en el instituto les decía a sus compañeros normales de clase que él sería rico y famoso, que tenía muy claro qué era lo que la sociedad demandaba a los cantantes populares: nada.
El tiempo pasó y Antón se convirtió en C. Tangana, y esta noche, mientras las nubes amenazan tormenta, pasa justo a mi lado con una botella de Johnny Walker en la mano. Le da un trago que le marca su prominente nuez y sube al escenario. Por supuesto, y como a la Barbie, no le faltan los complementos pertinentes: fuego, humo, una cadenilla de oro alrededor del cuello, dos bailarinas de baile de barra o barra americana o pole dance, un DJ más artista que el artista, muchas lucecitas y por supuesto lo más importante de todo: no canta ni sabe cantar (tampoco es que le interese mucho porque el público, mayormente femenino y post-adolescente, lo hace por él), no baila pero se mueve como un espantapájaros al que le arrastra un viento huracanado y ese deje entre macarra con estudios y dealer de pastillas recubierto por una aureola de «no sé qué coño hago aquí pero bueno, me pagan bien».
Yo le observo, al tiempo que comento en voz baja (los gritos de las primeras filas se oyen al otro lado del Monte do Gozo), que eso mismo ocurría cuando los Beatles tocaban en directo, que esto es la música popular, la que lleva a mucha gente a perder el control, la moda, lo que está por delante de la vanguardia y sin embargo, y a diferencia del rock and roll de los sesenta, caducará rápidamente, de la misma forma que lo hacen las noticias en Twitter y las fotos de un puto desayuno detox en Instagram. O tal vez no.
C. Tangana, que a estas alturas del concierto ya ha demostrado que en un escenario no es más que Antón, el chico normal del instituto, se desplaza como una marioneta sin hilos y genera una sombra en el suelo, reflejo de ese lado oscuro de nuestra personalidad —submundo de nuestra psique—, que contiene nuestros instintos más reprimidos y egoístas, y yo ya no soy Javier Vidal sino Mister Hyde, un chaval turbio y tenebroso que quizás escribe de esta forma porque en el fondo desea ser como Antón, que se conformaría con la simple C de Tangana, un ratito, para poder mezclar sin dificultad las jotas con las eses, hacer vídeos con Rosalía, vestir un chandal de Lacoste con estilo, fardar de pectorales y no cantar ni contar ni bailar al menos durante el tiempo que la botella de whisky se mantiene llena entre sus labios de gorrión filósofo.
Y es que al final no solo la mujer es mala… también lo es el hombre, y C.Tangana es peor.