Lo recuerdas de manera diáfana, del mismo color que la luz sobre el suelo de la calle, la tuya, la de siempre, la misma que te ha visto recorrer sus aceras todos estos años, como el que no se da cuenta de nada, pero al mismo tiempo es consciente de que algo pasa. Y eso es el tiempo.
La señora llevaba un mapa en la mano y miraba las fachadas de los edificios en busca de un nombre, un número, algo que le permitiera sincronizar la información del plano con la de su cabeza. Entonces te vio cerca, pasando, a su lado.
—Perdone, ¿sabe usted cómo llegar a la calle Ponzano?
Llevabas las gafas de sol, accesorio contra la edad y, sin embargo, esa señora arrugada, pequeña y llena de energía había reconocido al hombre detrás de los cristales, único testigo del cambio en los demás porque uno tiene buena genética y nunca se ha expuesto al sol. Antes de asegurarte de que se dirigía a ti, giraste el cuello en un intento de negar con el cuerpo el hecho imperdonable de que te hubiera tratado de usted olvidándose del jovencito que habita en un cuerpo todavía duro, ignorando las normas más básicas de educación, esas que consisten en tratar a todo el mundo de tú porque así rejuvenecen.
No. A tu alrededor no había nadie por lo que se dirigía a ti, con el respeto debido que las personas de cierta edad merecen. No. Tampoco recuerdas lo que le contestaste. La enviaste en dirección contraria a sabiendas de que el desvío le costaría a la señora llegar tarde a la cita.
Lo recuerdas de manera diáfana, blanca. No fue la tarde en que te sacaste el carnet de conducir, ni la noche en que enmarcaste el título universitario, ni la mañana en la que ella te dejó por otro más alto o viste nacer a tu hijo. Ni siquiera el día en que tus ojos parpadearon por última vez. No. Aquel día, bajo esa luz sobre el epicentro de tu vida fuiste consciente que te habías hecho mayor. Estabas solo. Y no había nadie para corroborarlo.