Nacho Vegas tocó este fin de semana en Oviedo. Hasta ahí nada de particular sino fuera por un pequeño detalle: más de la mitad del público estaba compuesto por adolescentes en chandal cuyas cabezas, decoradas con auriculares enormes, oscilaban al ritmo de unos finos brazos repletos de tatuajes «a Bic». Y no se habían confundido, no: esperaban a Natos y Waor, probablemente el grupo de rap/trap/trampa más cochambroso de la historia de este país… y popular. Nacho, Natos y Waor en concierto. Acojonante.
Fue en ese momento que yo, testigo de excepción de un experimento social financiado con dinero público, realicé el esfuerzo mental de eliminar a cada una de las personas allí presentes: todas (admiradores de Nacho incluidos) desaparecían bajo mi particular Hiroshima.
En este caso, ¿Nacho se hubiera sentido aliviado o angustiado?¿Hubiera cantado con la misma emoción ante un público compuesto por nadie?¿Se reencontraría con ese chico triste y solitario que tocaba en el salón frente a un Jack Russell moviendo el rabo al escuchar «Michi Panero» por primera vez?¿Es el silencio la audiencia más exigente porque devuelve la realidad tal y como es, con su belleza, con su fealdad?¿Por qué los músicos más populares repiten en bucle ese «buenas noches» seguido del nombre de la ciudad de turno?
El músico (serio) parte de una premisa universal: él es el primer asistente en llegar al recinto, el chico de ojos brillantes de la primera fila, aquel que no se pierde de vista un segundo porque sabe que solo de esta manera será capaz de de trascender el simple acto de hacer música y, en el mejor de los casos, llegar al resto de la audiencia. Y muchos no saben que cuanto más se alejen de sí mismos y del acto creador per se, menos íntima será su relación con la música que tocan, y sin embargo ellos, cantontos y Waor, creen que actúan para un público, el suyo, al que se deben, caras sin nombre que compran las entradas que pagan sus facturas, feligreses que ejercen un enorme control sobre su errónea presunción de satisfacer expectativas ajenas, de estar a la altura de la imagen que se tiene de ellos, personal, intransferible y con la extraordinaria capacidad de devolver al público, el suyo, a ese momento preciso en el que sintieron que su existencia estaba unida indefectiblemente a una canción que parece no pertenecer a nadie y a todos a la vez… y Nacho siguió cantando como siempre lo hace.
Las luces se apagaron, el público se desvaneció y le vi alejarse con los hombros encogidos, las piernas rectas y los pies hacia fuera. Fue extraño pero los dos supimos que para mantener el inestable equilibrio de la relación público-artista es necesario seguir profundizando en el misterio, ahondar en el respeto por aquellos que desean escuchar y que tratar de adivinar lo que la masa quiere suele ser el principio de algo malo, amenazador, horrible y fascinante como ese hongo en el cielo.