Amanece. Te levantas y miras a través de la ventana de tu habitación: ese tonto y falso azul del cielo otra vez… falso sí, porque en realidad su color depende de la dispersión de la luz procedente del sol que, al llegar a la atmósfera, se topa con partículas y moléculas en suspensión. Las frecuencias de la luz, compuestas de vivos colores, un arcoíris que oscila desde el violeta al rojo pasando por el amarillo o el verde, son percibidas por tus ojos en diferente medida, siendo el violeta el color que más se dispersa. Tus ojos, dos luceros húmedos que ahora pasan del verde a un marrón casi amarillento, son más sensibles a un azul matutino que poco a poco se cubre con una nube con la forma de una cabeza de caballo.
El tiempo transcurre, fluye, escapa.
Anochece. Antes de dormirte siempre te das un paseo por el descampado, el único lugar a salvo de las farolas del barrio. Y levantas la cabeza y miras las estrellas, pequeños puntos brillantes a varios millones de años luz, una medida de longitud y no de tiempo, que te permite conocer la distancia que la luz tímida y palpitante recorre en 365 días. Nadie te engaña, tus ojos -abiertos de par en par- perciben esos brillos y en cambio, su lugar de origen, vetustas estrellas cuya existencia llega por primera vez a la tierra, hace tiempo que es pasado inerte, una simple explosión en tu retina.
El tiempo transcurre, fluye, escapa.
Te acuestas en tu cama y le miras. Está a tu lado, con los ojos cerrados, respirando levemente, dueño de esa expresión de niño pequeño que no tiene más hambre, soñando de la misma forma en que lo hacía la primera vez que se quedó a dormir contigo hace 8 años. Apagas la luz de la mesilla y mantienes los ojos abiertos hasta ser capaz de apreciar cada detalle de su cara, la cicatriz de su hombro, el pelo rubio de sus brazos, ese olor…
Tanto tiempo juntos y no le reconoces.