Ha sido ahora, después de varios años en el país de «Vuelva Usted Mañana» y a raíz del contagio de la malévola aplicación FaceApp que, ante el paso inexorable de un tiempo menguante, he visto la historia de Peter Pan de otra manera. Sí, el niño volador de ojos brillantes y apellido de fauno aficionado a sobrevolar un paisaje en el que engullir pasteles y helados a voluntad, jugar, tal vez dormir, en definitiva: encapricharse con lo que solo sucede una vez y se almacena en la memoria como un sueño, real y al mismo tiempo hueco.
Porque en efecto, ese mundo, el de Nunca Jamás, tampoco es tan bonito como lo pintan. En él hay un tirano cabrón al que le falta una mano reemplazada con un garfio, un cocodrilo hambriento y obsesionado con un reloj —dentro de sus tripas, por supuesto—, el pirata Smee y su afición por el amor etílico —no desprovisto de deseo por el capitán—, Campanilla, un hada con la cara de Julia Roberts, monísima, pero con la que es imposible copular por razones obvias, una región en la que escasean los víveres gobernada por el rey de los Niños Perdidos… un puto desastre.
La cuestión es que permanecer en la realidad, sea lo que sea lo que entendamos por ese vocablo escurridizo, tampoco resulta fácil. Wendy quiere niños, una casa en Pozuelo con jardín y quizás un labrador, llevar leotardos verdes en verano es imposible, los alquileres en Lavapiés están por las nubes y los humanos se vuelven locos por ver su yo futuro, aún a sabiendas de que se trate de un invento «co(ns)munista».
Con este panorama no sé cual sería la versión de Peter Pan en el 2019. Tampoco si estaría dispuesto a renunciar a ser adulto por las mismas razones. En todo caso el sacrificio sería el mismo y, una vez asumido que es imposible volver atrás, miraría en el iPhone su rostro envejecido con los ojos de un niño, arrastrado por el ímpetu de la juventud, el único defecto del que nos curamos demasiado pronto.

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¡Gracias, Gocho!
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