Un año más se ha vuelto a jugar un partido de fútbol americano… que no hemos visto. Al igual que hacemos con las canciones, pasamos de los minutos en los que el balón juega y somos testigos —desde el otro lado de un Atlántico plastificado— del mini-concierto universal del 2020, en esta ocasión protagonizado por dos rutilantes estelas femeninas: Shakira y Jennifer López. Una loba, otra pantera, las dos caras (con zarpas) de una galaxia, el de la música, dominada por lo latino y Rosalía, con sus ritmos monótonos, sus letras escritas sobre arena de playa y la vuelta del fosforito en uñas, permanentes y complementos.
Y sí, aunque parezca mentira (todos bailan, casi nadie toca y el «Kashmir» de Led Zeppelin dura menos que un plano fijo) y pese a la sensación de artificialidad de una propuesta tan «Born in the USA», deberíamos alegrarnos porque la música todavía cuenta, aunque se emplee para amenizar nuestros paseos al baño o al puesto de perritos calientes. Además, ¡quién se acuerda de J Bunny y Bad Balvin cuando el mejor producto colombiano sale a comerse un escenario en 3D!
Quizás, cuando el juicio del presente se convierta en una simple anécdota del pasado será más fácil apreciar ciertas cosas a golpe de caderas, encontrar motivos de alegría en lo artificial, no porque debamos prescindir de la verdad, sino porque el plástico es el último escollo hasta alcanzar la piel, porque la electricidad es la antesala de lo que arde. Si millones se han emocionado con la Super Bowl y sus pausas publicitarias, ¿qué llegarán a sentir con la música conectada a las ideas, la sangre y los esfínteres?
