Pasan los días y la cultura se desangra. Poco a poco. Porque resistir cuatro meses es factible. Hacerlo más de seis, una quimera. Mientras tanto, las familias pierden la poca inercia acumulada, y reducen su velocidad hasta ahogarse. De ahí que comiencen los reproches. Primero contra Taburete por imprudencia temeraria, luego contra Rozalén por congregar a las masas sedientas de circo, más tarde ya veremos. De manera ordenada, el público que asiste a los conciertos va cambiando. En julio, daban palmas a contratiempo. Con el otoño a la vuelta de la esquina agitan sus joyas en las noches tibias. Y la luna se confunde con las perlas cultivadas bajo el mar.
El 17 de septiembre, los trabajadores del mundo del espectáculo han convocado una gran movilización repleta de medidas tan necesarias como urgentes. Sin embargo, faltan caras reconocibles, ídolos y rutilantes estrellas adheridas a un movimiento eminentemente proletario. Será porque esas voces ausentes tienen cosas más importantes que hacer, buscar su propio grito, eludir responsabilidades de adultos con hipotecas. ¿Cómo mejorar un mundo dislocado si bastante tienen con sobrevivir en su universo personal e intransferible, el mismo que nos contrae los músculos erectores del pelo?
La infantilización de la sociedad va en nuestra contra. Tampoco ayuda que el sector esté repleto de conductores que sueñan con ser guitarristas y técnicos con alma de compositores eléctricos. La industria musical en España, esa que emplea a miles de trabajadores, es brillo y azúcar, velocidad de crucero forzada. De ahí que, cuando se para en seco, huela a podrido y sus caras más visibles rehusen a tomar el mando, dar un paso en dirección al futuro y sacar al ministro de la sauna. Hace falta mucho coraje para hacerlo, tal vez penar. A los demás nos falta imaginación para salvar los muebles y por eso, en este país y en otros muchos, condenar la cultura sale gratis. Menudo hostión.
