A los invasores siempre me los imaginé fieros, uniformados, sedientos de sangre. Llegaban de noche, empuñando un cuchillo y dejaban un rastro de sangre púrpura. ¡A las casas!, gritábamos por las ventanas. Había que esconderse rápido, de lo contrario la muerte y la desgracia envenenarían la tierra, la nuestra.
El día de la invasión se acercan a nado desde el otro lado de la frontera, una línea dibujada en algún despacho. El mar en calma, la vida en una brazada y al borde de la orilla. Nadie nos dijo que vendrían sedientos, en ocasiones al borde de la muerte. Qué raro, aspiran a una vida normal, no a borrar la historia, y así nos lo agradecen.
El invasor ocupa el país por la fuerza y se desploma. Una traidora de la patria le da de beber, le envuelve con un gesto fieramente humano. Los dueños del agua son la sed del que necesita hidratarse. La invasión era esto; un abrazo, un salvavidas. El enemigo está dentro de nosotros, lo juro.
