Que no te cuenten el verano

Siempre queremos escuchar historias. Aquella del viejo, el barco y el viento; esas de tesoros con calaveras de recuerdo; también la de Amelia o Alfonsina, aventureras entre la línea que forman el cielo y el mar, es decir, en la leyenda de las pequeñas cosas. Sin embargo, nadie quiere que le cuenten el verano porque hacerlo sólo significa una cosa: trabajar mientras los demás sestean, siguen el rastro de peces de colores o capturan en una imagen el movimiento de la tierra alrededor de un sol naranja, estrella cíclica. Así somos, contradictorios y al mismo tiempo parte indivisible de un todo del que renegamos como de la sed frente al océano.

El sol brilla, sopla la brisa que recorre cada recoveco de roca y por lo tanto de piel. En cuanto a las horas… se cuentan por madejas, baños y también crema solar. Será la carne, las ganas de mirar y ser mirados mientras los torpes cuentan los días que quedan para el otoño. ¿Y qué decir del sueño a la vuelta de la playa en la parte de atrás del coche? Suena alguna de Bob Marley, o Joni Mitchell, da un poco lo mismo. En eso consistía la vida, en vivir con los párpados envueltos en sal.

Pensándolo con detenimiento, un año sin su estación más templada equivaldría a la incapacidad de inventar futuros, los mismos contra los que hay que rebelarse si todavía queda margen para alcanzar la orilla. Nadie puede perfeccionar un baño con un amigo o el ascenso de las burbujas hacia la superficie, de la misma manera con que la luz se moja y la arena arde hasta convertirse en polvo, en lo invisible siempre presente. Eso somos, restos de un naufragio salvados por las olas.

Ilustración: http://www.giselledekel.com

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