Siempre hubo dos Españas: una que sufre y otra que calla mirando el móvil. Con la llegada de la erupción se añade una nueva categoría compuesta por aquellos incapaces de no dejarse subyugar por las coladas de lava, mantos procedentes de la boca de la Cumbre Vieja enfriándose a medida que descienden por la ladera formando paisajes coagulados, viscosos, somníferos. Imposible apartar la vista, salivar, hipnotizarse una vez más con las tripas del planeta en su flujo imparable hacia el océano. Sucede que durante esos instantes (en bucle) muchos lo están perdiendo todo, lentamente, en gerundio, al ritmo impuesto por una destrucción en calma a 1000 grados centígrados.
Estos mantos se desplazan a 300 metros por hora, el equivalente a un viejo que anda por el parque mirando a los gorriones, tiempo detenido y suficiente para que los palmeros puedan ponerse a salvo en una loma y observar entre un murmullo sísmico. Sería preferible que todo sucediera a más velocidad, un tajo seco que separara la cabeza del cuerpo y apagara la luz. El amanecer de hoy en La Palma arde, burbujea, estorba porque convierte el final en fotograma para el recuerdo.
Catástrofes como esta parecen confirmar la simetría de la felicidad. Si vives en el paraíso entonces prepárate para conocer el infierno, si muchos pierden sus casas en las coordenadas 28°40′0″ N, 17°52′0″ W tiene que haber, forzosamente, una caravana de familias que estrenan chalet en Boadilla del Monte. O al menos eso quiero creer porque nada hay más amargo que ser testigos de una desgracia y dejarse llevar por su belleza. De pronto, la distancia se calcula en curvas, siempre p’arriba, siempre p’abajo. Así late al corazón de muchos.
