Todos sabemos el apego que existe en este país por la fiesta, monumento nacional a la exaltación colectiva envuelta en jirones de fe, vino y tradición que se contagia de padres a hijos en una rueda de ruido blanco sin fin.
Para el profano siempre resultan difíciles de entender, más tratándose de celebraciones en las que lo civil y lo religioso se (con)funden y donde no queda muy claro —que cada uno busque dentro de sí mismo— el motivo por el que correr delante de un toro, brindar con fino a la salud de Carlos Herrera, adorar a una virgen que alumbró a un dios barbudo o descender el río Sella con una cantimplora de Ron Negrita. Y es que de entre todas ellas destacaría dos que a los ojos (en almendra invertida) de una japonesa equivalen a ver Matrix (de pastilla) por primera vez: el salto de la cabra de Manganeses de Polvorosa y el Cipotegato en Tarazona.
La primera está prohibida. La otra aumenta en popularidad cada año y el 27 de agosto congrega a miles de personas en torno a un chaval disfrazado de arlequín químico, llamémosle «EL ELEGIDO», que se prepara como un maratoniano para recorrer el pueblo entre empujones, una lluvia de tomates, sudor y gritos de ¡Cipote! y !Aquí, están, estos son, los cojones de Aragón! Mientras tanto unos, generalmente nacidos en la pedanía, sienten la emoción en carne viva, otros beben calimocho, la madre del Cipotegato se funde en lágrimas y su hijo se encarama a la estatua frente al Ayuntamiento para arengar a una masa en éxtasis, unidad de medida que aclama a su vez al enmascarado, convertido hoy y por aclamación popular en una suerte de Mesías. Desde el balcón consistorial, la curia, diversas personalidades políticas y representantes gremiales, envueltos en sus sotanas y trajes inmaculados, observan la escena con una expresión complaciente.
La fiesta termina unos días más tarde, dejando en el suelo un rastro encarnado, el mismo que delimita la línea entre la cordura y la psicosis, entre las máscaras y la resaca del día siguiente. ¡Viva y muera España!
