Ayer, Día Internacional de la mujer, sucedió algo raro, nuevo. Y recalco que se trata de mí y mi circunstancia, aunque pueda compartirse. En lugar de sumarme a las manifestaciones callejeras o en Internet, dudé. Primero por ser un intruso en el día de ellas y Roy Galán. Segundos más tarde, pensé que no colgar una bandera morada, verde y rosa en el balcón de mi perfil me convertía en enemigo de la igualdad de género, precisamente algo contra lo que me rebelo desde mi privilegio de tío que asiste a una revolución sin sangre, internacionalista y para todos. Entonces pensé en las grietas. Siempre surgen para dejar pasar la luz.
Algo está ocurriendo en los márgenes de lo invisible si el 8 de marzo nos empuja a una reflexión ligada a nuestra esencia de humanos empeñados en hacerse daño. Porque hablar de feminismo no consiste en hablar de mujeres, sino que implica señalar el día a día de un orden económico patriarcal a la deriva, hablar de cómo esta fuerza, percibida por muchos como amenaza, aspira al verdadero cambio. Y a los cambios siempre se adhiere la duda, precisamente porque nadie hace pie en lo desconocido. O eso quiero creer porque será mejor. Y útil.
Queda claro que esta nueva senda la construyen ellas solas, aunque podemos estar para fregar el suelo. Podrán equivocarse mejor, dar pasos en falso, nunca hacia atrás, pero este tren no lo para nadie ya que plantea una vida propia y al margen de la ya vivida. Esa autonomía que tanto nos asusta a los hombres es la clave para materializar una utopía con forma de libertad libre. De ahí que hoy mañana y el resto del año celebre un 8M raro, nuevo.
