Los discos de Quique González tienen algo de oración profana. Todo va de dentro (el suyo) hacia dentro (el del escuchante). Y entre la hierba y la mugalla, o a modo de abrazo de su verso pasiego, tuyo y mío, la música filtrada por vagos que lo son porque, de tocar tanto y tan poco, lo que peor hacen es hacerlo de la hostia en un mal día. Así trota el caballo de «Sur en el Valle«, único aire que recorre los pasillos del pulmón de casa. De alguna manera trae una luz muy suya, luz velada o de cortina, cierta nostalgia del movimiento invadiendo el cuerpo y el espacio. Y que aún lo hace. De ahí la letanía de vivir al estilo mediterráneo. Debe ser que el campo se parece al mar en todo menos en la modestia.
Sucede que las buenas canciones casi nunca se desvelan en los primeros compases, prescinden de estribillos, o si los hay podrían encerrarse en un verbo, un pronombre relativo, uno personal átono y otro verbo más, palabras y emoción a la primera toma. A veces, incluso, resulta difícil seguirles la pista, caminan por senderos sinuosos en los que la noche nos toma por sorpresa. Y amanece claro. También en la ciudad y con una melodía en las comisuras de la memoria.
Me prometí que lo escucharía una vez sin distracciones, ni kanjis, ni flexiones, como se merecen los discos que ocupan las mañanas. Mentí. Tras cuatro escuchas sigo. Hay algo en este que te hace sentir bien, mejor, por obra del sonido y lo que calla. Me gustaría culpar a Toni Brunet, productor y cada vez más ciclista que guitarrero. En realidad, muchos pasaron por ahí para atrapar el pájaro de las canciones. Ahora vuela pegado al cielo, el cable a tierra vibra, y el mundo, es decir España, es un valle menos extraño con la música de Quique.
