El disco de Quique González

Los discos de Quique González tienen algo de oración profana. Todo va de dentro (el suyo) hacia dentro (el del escuchante). Y entre la hierba y la mugalla, o a modo de abrazo de su verso pasiego, tuyo y mío, la música filtrada por vagos que lo son porque, de tocar tanto y tan poco, lo que peor hacen es hacerlo de la hostia en un mal día. Así trota el caballo de «Sur en el Valle«, único aire que recorre los pasillos del pulmón de casa. De alguna manera trae una luz muy suya, luz velada o de cortina, cierta nostalgia del movimiento invadiendo el cuerpo y el espacio. Y que aún lo hace. De ahí la letanía de vivir al estilo mediterráneo. Debe ser que el campo se parece al mar en todo menos en la modestia.

Sucede que las buenas canciones casi nunca se desvelan en los primeros compases, prescinden de estribillos, o si los hay podrían encerrarse en un verbo, un pronombre relativo, uno personal átono y otro verbo más, palabras y emoción a la primera toma. A veces, incluso, resulta difícil seguirles la pista, caminan por senderos sinuosos en los que la noche nos toma por sorpresa. Y amanece claro. También en la ciudad y con una melodía en las comisuras de la memoria.

Me prometí que lo escucharía una vez sin distracciones, ni kanjis, ni flexiones, como se merecen los discos que ocupan las mañanas. Mentí. Tras cuatro escuchas sigo. Hay algo en este que te hace sentir bien, mejor, por obra del sonido y lo que calla. Me gustaría culpar a Toni Brunet, productor y cada vez más ciclista que guitarrero. En realidad, muchos pasaron por ahí para atrapar el pájaro de las canciones. Ahora vuela pegado al cielo, el cable a tierra vibra, y el mundo, es decir España, es un valle menos extraño con la música de Quique.

Ilustración: Juan Pérez Fajardo

Tool, el triunfo de lo raro

Haz la prueba. Pídete una caña, dale un sorbo, toma aire y pronuncia —no en vano— el nombre de Tool entre las plúmbeas paredes de cualquier bar de la calle Corredera Baja. De pronto, los carlinos comenzarán a aullar en braille, el camarero levantará una ceja formando un letrero de neón y el silencio que antecede a una mala noticia desembocará en un torbellino con aspecto de agujero negro. En su interior, el tiempo y el espacio son variables que danzan a su ritmo, cerca del cinturón de Orión, ajenas al ciclo lunar y los incendios, tanto que las carreras de cientos de grupos de música se forjan y desvanecen en el plazo invertido por estos cuatro americanos en desgranar una sola canción. Ya no te digo si tardan trece años en sacar nuevo disco.

Lo que en principio es algo raro de por sí, lo es todavía más cuando compruebas que un grupo de música tan indescifrable como la Conjetura de Hodge es una de las formaciones más exitosas de todos los tiempos… y casi nadie habla de ellos, como si pertenecer a esa orden secreta exenta de popularidad «à la Justin Bieber» les concediera el privilegio de trascender estando vivos y en paradero desconocido, un día con pelucas, otro en un tuit, siempre amenizando nuestras vidas envueltas en una espesa oscuridad sonora.

Porque si hay algo que hemos perdido tú y yo en 2019 —músicos, melómanos y detractores de la música incluidos— es el misterio, no asistir por enésima vez a la retransmisión en directo de la grabación del disco de turno, con sus vídeos de adelanto y fechas debidamente publicitadas allanando el camino, facilitando la digestión de una canción-alpiste con video-letra-jaula, quizás dos, ¡ahora en todas las plataformas de streaming!, intentos fallidos en pos de un interés mediático que nunca llega. Piérdete en «Forty Six & Two«, mira el tercer ojo de «Lateralus«, sé abducido por «7empest«; así podrás odiarlos o amarlos, pensar, escupir, romper el cielo, admirar el milagro de la belleza de lo incomprensible.