Hay que seguir

A veces, todo va a la contra: las horas, las ganas, este instante compuesto de ayeres rotos. Ahora, precisamente ahora, hay que seguir, frente al sol y su sombra en el suelo, hacia cualquier parte. Seguir cavando hoyos en los que ocultar diamantes, plantar semillas, reír junto a madre y amigos, seguir como siguen girando los planetas, a tu ritmo de estrella indiferente, única. En el movimiento se concentra el truco de los actos, la posibilidad frente a un suspenso, acción como revelación y siesta. Y sigues, sin apuntar a la luna, ojos cerrados, boca en cuarto menguante, con la certeza de atravesar este túnel de viento que es la vida.

Al seguir cambias, modificas entornos y el perfil de las paredes. También te vas dejando atrás. Frente a ti no hay horizontes, ni siquiera el futuro del que hablan los economistas. Uno sigue muy a su pesar y por convicción. La alternativa se parece a esa hoguera que arde y crepita y nadie observa, es nada. Seguir se entiende hacia delante, pero comprendiendo (poco) lo que queda atrás, también nada. La única diferencia entre nosotros viene enredada en los radios de una bicicleta: humanos inamovibles, móviles y los que se mueven. No lo digo yo, lo dijo un presidente inventor del pararrayos. Sigo.

¿Qué más nos queda que seguir y seguir? Tirar. La muerte queda excluida por pérdida de tiempo. Izquierda y derecha en cada gesto, bajo la lluvia y este otoño que recuerda a agosto. Flujo y reflujo imitando las mareas, todo sigue, y nosotros en él, a la deriva, el único camino que conduce a casa. Vamos a emplear lo que nos quede, ir siguiendo en gerundio porque el presente implica pausa. Alejémonos de la inercia y la pereza. Hay que seguir como milagro, latir, jugar a que podemos darle cuerda a la canción del cuerpo. Y así atravesar icebergs.

Ilustración: Guy Billout