Y de pronto, Madrid ya no es el sueño húmedo del verano. Su gente deja atrás el mar arrastrando consigo un ruido propio, el de los cafés a la carrera y la frecuencia circular de los trenes; las pieles, cuidadosamente bronceadas durante semanas, pierden su lustre, única coartada de un entretiempo que, año tras año, parece más corto, como si la velocidad de rotación de la tierra se incrementara con cada vuelta alrededor del sol.
Porque septiembre tiene el calor de aquello que se acaba, la forma de un examen y cientos de mails sin leer, con sus días más cortos y sus noches de luna eléctrica repletas de buques sin gente y playas en la memoria, quizás París en otoño y «New York avec toi«… y entre medias algunos ya piensan en el año que viene.
Pero no todo es nostalgia en el noveno mes, el séptimo para los romanos, el primero para los judíos. Los pantalones cortos y las chanclas se guardan en el último cajón; se marchan los ingleses y su lugar es ocupado por ramos de petunias, violetas y un par de gardenias en el ojal; las vírgenes suicidas se cruzan con los hábitos de las monjas, y los actores preparan las funciones de la próxima obra, de la siguiente gira, de una posible tormenta.
Suena la canción de Sinatra al ritmo de «September of my years», el mismo de una muchedumbre ebria de pan y circo que celebra un gol en el Bernabéu, pero también en las barras de los bares, encrucijadas de estudiantes perpetuos y veganos, de youtubers y aficionados a los deportes de invierno.
Ahora montar en bici es más peligroso que nunca y la lluvia amenaza con llenar los pantanos, sedientos después de un verano que se apaga, precisamente porque queremos que arda con nosotros dentro. Sonríe; terminaron las vacaciones… pero estás vivo.
