De la inutilidad de los hombres

El cine como revelación. Parece que necesitemos mirar una pantalla para ver la realidad. Toda la vida entre hombres, hombres cargando con el peso del mundo, hombres que hablan alto, hombres que se cagan en Dios, hombres y más hombres. Pues bien, en «Cinco lobitos», lejos de Madrid y más cerca del mar, sin juicios ni señalamientos, se obra un milagro cotidiano: los hombres, en general, son unos inútiles.

Entiéndase inutilidad como cualidad de lo inútil, talento para parecer un mueble dentro de casa. Porque los hombres han dado forma a un mundo parido por mujeres, una obviedad que muchos olvidan. Ellas, jóvenes y viejas, preparan la comida y dan de mamar, tejen vínculos, asumen la pérdida de sus carreras en un gesto de amor tan fiero como humano. Por supuesto, se trata de una decisión consciente. Quizás, por esa razón, ellos prefieren ausentarse. Las tareas nunca tuvieron género. Y, sin embargo, lo tienen.

Hay hombres que colaboran, aunque lo intentan menos. Se retratan al caminar alrededor del parque empujando el carrito con desgana. Al llegar a casa, entregan el paquete sabiendo que hay una madre agotada al otro lado. Los niños están hartos de explicarles las cosas a los hombres. Por eso lloran. Todavía hay hombres que no son padres a pesar de tener hijos y, algún día, habrá madres con la ayuda de hombres llamados padres. Entonces, una película tan maravillosa ya no será tan necesaria.

La tristeza de la lotería

La esperanza es un boleto no premiado. Porque hay más probabilidades de que nos alcance el rayo que de tener el 05490 en la cartera. ¿La gente se aferra a los números porque es Navidad o es Navidad porque la gente se aferra a los números? Con esa duda en mente vemos caer las bolas, unas bolas que parecen de madera y se insertan en alambres. Doscientas bolas forman una tabla que recuerda a un pincho moruno de los que no se comen. Ahí está la esperanza de la estadística, atravesada una sola vez entre cien mil. Millones miran.

Hay mucha gente fea que juega a la lotería. Está por todas partes. En la cola de las administraciones, en el centro de Madrid y descorchando botellas de cava. Son parte indispensable del jolgorio que complementa a un sorteo triste por sus tonos. Los niños de San Ildefonso llevan una corbata granate y ropa que les viene grande, pierden fuelle y se equivocan mientras la gente fea gana millones. Frente a ellos, una comitiva de tres sepultureros (podrían ser agentes inmobiliarios) vela las tablas de esta nueva ley, la del dinero caído de un bombo.

La lotería es un juego de aproximaciones y distancias. Por esa razón lo miro desde lejos. Resulta que tras terminar la ceremonia se celebra un epílogo en el que las tablas son expuestas durante siete días. Todo muy de velatorio con el suelo cubierto de botellas y confeti. Es un juego maravillosamente triste este, pero quita el hambre hoy, alimenta la esperanza del próximo año quizás. Lo peor no es la estadística, sino creer que las personas son décimos. Mientras haya vida seguiremos esperando. Y así toca.

Ilustración: Guy Billout

De corazón y huesos

Una despedida contiene todas las despedidas, como si la tristeza pudiera conservarse dentro de nosotros y saliese a respirar el aire del adiós. La tristeza vuelve sin permiso, trajo la pena y un perro. Si hay un infinito tendrá que ser tristeza, la misma en cada corazón. Con la alegría sucede lo contrario. Aparece como si fuera la primera vez… a pesar de haberla visto antes. Es hueso sin médula, un instante previo al caldo en el que vamos deshaciéndonos. Todos, de una manera extraña, estamos preparados para la tristeza. Nadie nos dijo qué hacer con un momento feliz. Quizás ir despidiéndose.

La tristeza se manifiesta por igual frente al mar que en una calle de Madrid con lluvia. Puedes verla en los ojos y los charcos de la gente triste. Porque hay lágrimas en todo. La ciencia lo explica con un gesto. Para fruncir el ceño son necesarios cuarenta y tres músculos. Al sonreír, utilizamos diecisiete. Cuesta dinero estar triste. Quizás por eso lloramos al reírnos. Sí, la tristeza acompaña los dolores, pero hay elegancia en el negro, su color grisáceo, esas nubes. Alegría, vulgaridad tan necesaria.

También hay alegría en los cuerpos, tristeza en el espíritu y el vino. Tienen que convivir, el entusiasmo y el duelo, darse aire con nosotros en el medio. De corazón una, de huesos la otra. Cualquiera puede ser feliz, y más los tontos. Hace falta valor para estar triste y levantarse, planchar una camisa, preparar el desayuno y salir a devorar el mundo. Nada de hacer apología de la tristeza. Solamente vivirla hasta encontrar en ella una brizna de luz, esa última sonrisa eterna.

Ilustración: Guy Billout

La echo de menos cuando llueve

Ha llovido tanto que la luz parece un invento para ciegos. El sol decidió no descender sobre la tierra y se hizo charco y es barro. Tres días lloviendo en los que las ventanas reflejaban un verano perdido dentro de todos los veranos. Quizás por esa razón la gente estaba triste, en otra parte. Yo la he echado de menos, como se echa de menos a un fantasma, sabiendo que cuando deje de llover se disipará como la penumbra dentro de la noche. Me ocurre siempre. Luego a otra cosa.

Porque ella es lluvia. Antes, cuando estábamos juntos, estaba hecha de agua y de silencio. Eso trajo este tiempo, sonidos de mar en la distancia, de viento entre las calles y una promesa que se cumple hoy. El mundo ha despertado. Se escuchan campanas y sirenas a lo lejos, y la luz de las paredes me recuerda a un paisaje al otro lado. Si llovieran pétalos ni la echaría de menos ni ella volvería a mi memoria. Tendré que conformarme con las plantas. Me gusta verlas frente a las ventanas ciegas.

La nostalgia regresa con la lluvia, como si todas las palabras, actos y omisiones fueran gotas sobre un paraguas abierto, sobre la pared que va mojándose. Pocas veces nos da por recordar lo vivido en un desierto. La lluvia representa todo lo pasado, eso que tuvimos y se resiste a desaparecer. Por esa razón, la lluvia para. Nos deja la mentira del futuro y unos calcetines secos. Somos más imperfectos que nunca cuando llueve. Entonces, cuando la idea de la lluvia resulta insoportable, sale el sol. Y todo existe, y nada vuelve.

Ilustración: Guy Billout

Ya no se hace música como la de antes

Dicen los viejos que ya no se hace música como la de antes. Pero antes, ¿cuándo? ¿La de ayer, jueves 1 de diciembre de 2022, o la de un tiempo feliz en el carrete? Porque la música de hoy, esa música, es la mejor de la historia. Música en cualquier parte, libre e imperfecta, creada en un estudio caro o en un estudio que es una pantalla, con una orquesta o las palmas de las manos. Nota: los discos de The Beatles suenan peor que los de Kendrick Lamar o Phoebe Bridgers. Otra cosa es lo que rodea al oyente, recuerdo, sus ayeres. Ahora, además, podemos escuchar música en un barco, con miles de cuerpos que bailan, al otro lado. Y eso es la hostia.

La música de antes es la música que seguiré escuchando. La de hoy es de Bon Iver y Mahler, Bach y Artic Monkeys. En realidad, nunca hubo un antes ni un después. Esto es un flujo en el que enredarse en los sonidos para ser felices. Quizás la mejor música de la historia tampoco sea la de hoy, sino la de mañana. Precisamente porque aún no existe. El futuro, un pentagrama en blanco con todas las canciones por vivir y por cantar. «Ya no se hace música como la de antes», dicen…

Ayer hubo en Madrid más de cien conciertos (me lo invento, fueron más). La mayoría prescindibles, música que se pierde entre conversaciones altas. A pesar de las audiencias, en una pequeña sala se hizo la mejor música jamás escuchada (me lo invento), música para nadie. ¿Dónde estuvimos antes? Empeñados en seguir las voces del miedo, miedo a nuevas ideas imposibles de entender, miedo que es un ancla que imposibilita volar alto. No hace falta destruir el pasado, no, ya se fue solo. Nadie puede destruir el futuro ni la música. «¿El futuro?», preguntamos. La música, lo mejor siempre.

Ilustración: Guy Billout

Crepúsculo, Madrid, verano

He vuelto a Madrid en mitad de agosto. Ahora me encuentro con un no lugar que refuerza la existencia de otro tiempo. Y es que nadie volverá mañana, quizás alguien se pierda de camino, precisamente porque los que están nunca se fueron. Digo están cuando es más bien estamos, pocos, extraviados en el vacío de la calle. Al fondo, el sol difumina el perfil de los tejados, convierte todo en arena levantada. Se trata de un espectáculo de baile en el que oír pasos, pisadas, caminar sin miedo a ser reconocido, recuperar la ciudad que existe en nuestras siestas. Crepúsculo, Madrid, verano. Sin nieve, sin mar en las aceras.

Desde hace años repito el mismo tramo. Asciendo desde Nuevos Ministerios a Islas Filipinas y busco la luz que cae de las ventanas. Los borrachos gritan a los pájaros y en la estatua en memoria de Rizal nadie resiste la memoria del silencio. Es verdad, quedan coches, ciudadanos a la sombra y un perro pasea sin bozal porque no hay voces. Cada día aquí recuerda al inicio de las vacaciones que se acaban. Y cae la noche a plomo. Estamos solos, vivos.

En casa. Suena el aire en un ventilador. Por el patio de vecinos nace una esperanza hueca que es la luna vista desde abajo. Entonces miro lejos y veo el océano, el que yo quiero, también a mis amigos de perfil, a Marco, a Luis, a Pablo y a Elena, estelas sobre el agua con un incendio al fondo, tinajas, mosto. Ellos están fuera, otros atrapados fuera del mundo, de ahí que la ciudad me envuelva. Dicen que el verano viene con su propia música. Creo que Madrid tiene la suya. Y ahora es mía.

Ilustración: Guy Billout

El verano de Madrid

Sí, Madrid como género literario, estival, que se quita la ropa en sus aceras sin prisa, bajo un sol de cerilla y rascador. A lo lejos, un último estribillo silencioso. Hace falta valor para quedarse, evitar la vida como tránsito de tierra, mar y aire. También para mirar el cielo, dormir poco frente a la ventana, resistirse a ser como los otros, veraneantes que no viajan cuando quieren, sino cuando les dejan. Porque eso nos enseña la ciudad en la estación del oro: el agujerito dura treinta días. Después se cierra, regresarán los entierros y el maquillaje en el retrovisor del coche, cierta gloria que hoy se parece a un hueso de cereza en la palma de la mano.

Hace pocas horas que Madrid dejó de acoger a todo el mundo. De gran urbe a pueblo a secas, cemento. Ahora el madrileño habla idiomas con lenguas de otra parte, viste con colores caqui y camina por la sombra, todo para ser contado en historias que duran el tiempo que la espuma moja los pies de un bañista al otro lado. La gravedad pesa lo justo, el equilibrio se transforma ante la ausencia de pasos y el murmullo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Madrid en el verano? De la nada, pero es nuestra.

No me queda claro eso de ser por fin nosotros en una ciudad que imita a los desiertos. Ni rastro del chotis, los claveles ni esos cristales llenos de luz como pintada. Mi portero riega la finca unos metros más abajo. Entonces pego la cabeza a las vías de tren que atraviesan mi jardín imaginario, percibo el latido de una criatura en su barbecho. Dentro de poco volverán las ganas. Madrid de rompeolas, Madrid sin fugitivos, Madrid de huesos nadando en la piscina. El resto… no pasaría nada si no vuelven. Pero siempre encuentran el camino a casa, siempre.

Ilustración: Guy Billout

Ellos en abismos; nosotros en cumbres

Hay en Madrid un halo de luto. La seguridad implica, al parecer, defensa como forma de agresión, presupuesto sin fronteras. Ahora, esta mañana, desfiles de coches fúnebres continúan su marcha por el centro, vuelan, extienden su metástasis hasta dominar el cuerpo: hoteles caros, carreteras de asfalto caliente, aire lleno de sirenas, helicópteros. Entonces los curiosos se congregan bajo las acacias, comentan, y los hosteleros sonríen sin saber que este pan viene con mugre. Es un hecho, ni siquiera el ruido espanta las tinieblas de un apretón de manos. Ellos a lo suyo, en la cumbre, el resto en el abismo de la gasolina y el aceite.

Debe de ser raro contemplar el mundo desde arriba o acelerando en cada recta. Te llevan y te traen, observas el paisaje detrás de una luna tintada o una habitación con vistas. Trece entrantes en la comida, aceituna esférica y bogavante con pomelo antes del postre. Después una foto delante de un monolito OTAN-NATO. La rosa de los vientos indica la dirección hacia la paz. Sopla norte procedente del Atlántico. Imposible saberlo en la pecera en la que vives. El mundo sigue en guerra, arde, gira.

Entonces detengo la bici frente a la comitiva, muestro mi disgusto con el pulgar hacia abajo y una señora ríe a carcajadas. Hay una nube en el cielo. Para defenderme de la agresión escucho a Wilco muy alto en el móvil. «Impossible Germany, unlikely Japan, wherever you go, wherever you land». Resulta que la belleza de la música, con sus tres acordes y un solo de guitarra que tararean en el las Noches del Botánico, puede más que todos los países de la alianza. El mundo es lo que uno quiere que sea. Ellos en su abismo, nosotros en la cumbre.

Ilustración: Guy Billout

Y tú, estrella, ¿qué más quieres?

Tu materia, esa que cargas y titila, está hecha de estrellas. Dos, tres, mezcla de cientos que brillan en ojos y auroras, sueño al otro lado estando vivos. Con eso debería de bastarte. Tú, ingrediente forjado en el corazón de millones de años luz, oscuridad y vientres. El azar, la ciencia de los hombres con sus combinaciones de química y átomos, una explosión, todo eso te puso aquí, en lo olvidado y su presente, estructura que siente y se sostiene, explora y mira un Madrid sin bandera por un tiempo. Después desaparece. Fugaz el astro, fugaz tu rastro. Repito. Con eso debería de bastarte.

En cambio, aspiras a otros firmamentos, cable a cielo. Sucede al crecer mirándote los pies, aspiración de crucifijos en el aula, otro anuncio cubriendo una fachada. A veces se nos olvida. Desde una perspectiva cósmica no hay nada más precioso que esta vida, la nuestra, que imita a los diamantes sobre el terciopelo negro (perdón por la metáfora). Locos y nunca únicos, ¡hay demasiadas galaxias! También agradecidos, incluso en la pena y la muerte de un cometa, de los otros.

Sorprende comprobar que, siendo estrellas, cada uno elegirá la suya. Bien por ahí arriba, Betelgeuse, otro problema, más piedras preciosas entre la basura o la última tendencia. Da igual: los brazos no nos alcanzan, de ahí que perseguirlas se convierta en la peor manera de ignorar la noche antes del desayuno. Imitemos a Rimbaud y tendamos guirnaldas y cadenas de oro entre esferas, bailemos con la gravedad que empuja la materia. Y, de pronto, en nosotros nace el firmamento. ¿Qué más quieres, qué más, qué? Todo.

Ilustración: Guy Billout

Un poco tardías estas nieves

Ha nevado al otro lado del túnel, flojo, sin despertar a los lobos de un sueño sin hombres. Porque la nieve trae silencio, ruido blanco, desentierra las palabras que cuajan en un corcho de pisadas, de inviernos de primavera y polen. A estas alturas, 657 sobre el nivel del mar, nadie la esperaba, quizás algún paisano de piel de cauce seco y la fábrica Bezoya, empeñada en convertir manantiales en botellas de plástico, milagro de copos, migajas y algún pez. Ese es el problema del agua en su versión menos líquida, que mientras unos maldicen la falta otros hacen cuentas. El resto añora el retraso del verano. Cae su nieve, nos desharemos todos.

Hace tiempo que dejamos de mirar al cielo. La tierra ocupa los párpados de los viejos y nieva para dentro en cada niño. De ahí que la noche descorra las cortinas desvelando un paisaje que es otro, quizás mejor porque resuena en su blanca perfección. Luego está el frío que nos cose al fuego de las palmas, a la piel del que llena la cama de ausencia. Resulta que la nieve es un incendio bajo el sol a contraluz y por eso arrastra nubes con olor a leña, cálidos roces, un secreto bajo capas de dermis y agua en el estado que se le niega a los humanos.

Nieva al otro lado de la acera, pero el 28 de mi calle se despereza con los ruidos de siempre: el ascensor, una que tose y los regueros de los paraguas rotos. Las hojas dejaron de caer y la mujer del tiempo pregunta si la borrasca vino para taparnos con su colcha y su candelabro al carboncillo o para quedarse. Ya sabemos la respuesta, pero podemos seguir creyendo que el mundo es un globo en el espacio, ahora blanco, frígido, un fantasma. Y además es nuestro.

Ilustración: Guy Billout