El día en que las cañas vencieron a la razón

Como procede en estos casos hay que felicitar al vencedor. De una forma apabullante, el PP ha confirmado que Madrid es su coto hostelero al fondo a la derecha, centro del neoliberalismo más trumpista y un ocio que alcanza el estatus de negocio 24/7 con 15.000 muertos en su haber. Porque así se las gastan por aquí mientras sus votantes ignoran el programa, pero disfrutan del bien más preciado del hombre: la espuma de una caña bien tirada.

De la razón y la mesura sólo cabe añadir que dan malos resultados electorales; el alma y la verdad resultan irrelevantes frente a la bilis, y la dignidad de la derrota escuece tanto como una almorrana. Nos queda un consuelo: por fin Pablo Iglesias dejará de ser origen capilar de todos los males que asolan España.

Es en momentos así cuando uno piensa en cambiar de ciudad, comprarse unas chirucas e intercambiar polución por polen, tíos que corren por el carril bici por culebras, fiesta por patata con sabor a patata. La idea se me quita rápidamente de la cabeza al darme cuenta de que, por una vez, los perdedores son jueces y los que celebran, los acusados. Nos vemos en 2023.

Kurt Cobain

Hoy. 27 años desde que Kurt Cobain lo dejara… con 27 años. Porque a veces los números importan por aquello de contar las balas. Se pegó un tiro después de odiarse a sí mismo toda una vida. También odiaba lo absurdo de una industria voraz; la responsabilidad (nunca asumida) de ser un ejemplo para millones de adolescentes; lavarse el pelo… Yo engullía una tortilla de patatas cuando escuché la noticia por la radio y días más tarde vi la foto: una pierna y un brazo extendidos sobre el suelo y un oficial de policía de rodillas tomando notas. Diagnóstico muy turbio; el «grunge» entraba en coma.

Es extraño lo que nos pasa por la cabeza cuando desaparece un íntimo al que nunca hemos visto en persona, quizás de lejos en algún concierto. De pronto, percibimos esa última nota, sus canciones se solidifican en el tiempo y el recuerdo y, sin querer, algo en nosotros se apaga. Es una pérdida abstracta, él en Seattle, nosotros en Madrid, dolorosa sin llegar al llanto de la pena pena. Sabíamos que nada dura para siempre, nos negamos a creer que todo termine tan rápido.

A diferencia de las historias de terror en las que «algo» que no debería estar vivo respira, en la de Kurt sucede lo contrario. Con el aniversario de su muerte la leyenda florece, refresca el ambiente, anticipa el verano. A estas alturas poco importa el misterio que siempre rodeó sus últimas horas, precisamente porque otro misterio reside en sus canciones, ruidosas, rápidas, con olor a rollo adolescente en chaquetillas de lana. Es verdad que con las luces apagadas es menos peligroso, pero aquí estamos nosotros, sobreviviendo, y él sigue a lo suyo, entreteniéndonos 27 años estando vivo.

Ilustración: http://www.cocodavez.com

Ayuso no somos todos

Un cartel con la cara de la Presidenta de la Comunidad de Madrid y la leyenda «Ayuso somos todos. ¡Gracias por cuidarnos!» ha aparecido en la puerta de mi bar habitual. Así, de repente. Y hay más. Hasta seis conté junto al pulpo a la plancha a 18 euros y a lo largo del kilómetro torcido a la derecha de Ponzano. Porque este es un territorio levantado en torno a la Ayusomanía y la caña como epicentro de la cultura, que quede muy claro. Todos aquellos que lo cuestionen tienen dos opciones: irse a beber a casa o directamente callarse. He ahí la libertad a la madrileña.

La cosa es que llamar al boicot parece poco razonable, más si tenemos en cuenta que los dueños de estos establecimientos no pretenden hacer daño a nadie, mas bien mantener un modo de vida en clara confrontación con la vida misma. Sin embargo, esta vez decido no entrar. Y es cierto que el ambiente, el murmullo de gente que grita y mea fuera de la taza, todo sigue igual y, sin embargo, algo ha cambiado. Serán los ánimos y una razón que se le escapa a la mayoría: los lugares de reunión son ahora los lugares que nos separan… excepto las lápidas.

Así llegamos a un punto en el que es imposible separar el ocio de las papeletas, los brindis de la conciencia de clase, la sed del hambre que pasan los más afectados por la crisis. Desterrada la razón de la política, se adopta la pasión de la barra del bar y así una calle, la mía, deja de ser transitable, al menos el tiempo que conviva la cara de un político con el lujo de beber sin discutir. Ayuso, por desgracia para algunos, no somos todos, y la ciudad está en peligro no porque ella sea mala, sino por ignorar el mal ocasionado al grito de ¡salud!

Ilustración: http://www.biancabagnarelli.com

Primavera

También los cisnes mueren en primavera. O eso decían los versos de Bukowski. Nunca vi morir a ninguno. Tampoco nacer. De hecho, desconozco las razones que llevan a un ave de tanta plasticidad —podría decirse que están llenos de helio— a vivir en las aguas del Manzanares con la de ríos entre los que elegir. Pero ahí flotan. Lo mismo le sucede al cambio de estación. Ha vuelto, muchos la esperaban y, sin embargo, se camufla bajo el mercurio, las campañas electorales y esa sensación de que el tiempo solamente pasa para hacernos más viejos y, por qué no decirlo, también más tristes. ¿Os acordáis de cuándo la primavera sabía a primavera? Espera que lo miro en el prospecto.

Es cierto que los almendros han decido estallar y a veces, al abrir la ventana del baño, se intuye la piel bajo las faldas, el ruido de los amantes, la mirada de los que llevan tanto tiempo solos que el dorso de una mano extraña es la excusa perfecta para caer en la tentación, la de Leda y Jesús, la de beber en la calle sin un calentador a mano, la de levitar, alejarse, quizás rasparse las rodillas sabiendo que a las once en casa.

Resulta que por cada paso dado un pájaro levanta el vuelo, y así vivimos en Madrid y por ende en el mundo, mirando hacia arriba con la esperanza de recuperar el cielo, tan cercano que parece tierra húmeda. Es el problema de la luz cuando se para, de las plumas que clavan en la carne, del eco y su vacío. Por eso me gusta la primavera, la única con la capacidad de anular las fórmulas de la ciencia y los cuchillos de la política. De repente, una lágrima es una flor. Y así el asombro vuelve a nuestros ojos cada año.

Ilustración: http://www.nzprintmakers.com

Solertad o libercismo

No se sabe muy bien qué sucede en España, nuestro mundo. Resulta que además de traiciones e infartos de miocardio, cada mañana asistimos a un fenómeno extraño: el significado de las palabras está cambiando, se difumina hasta alcanzar niveles dignos de una ficción de Pajares y Esteso. El ejemplo más claro es el eslogan de esa mujer de mirada e intenciones espurias: socialismo o libertad. Nótese el empleo, para nada casual, de la conjunción o que expresa diferencia, separación o alternativa entre dos o más personas, cosas o ideas. O eres de uno, susto y muerte de izquierdas, o eres de otra, la pizza con piña y de derechas. Elige. Y es ese punto cuando surge la necesidad de pensar por qué.

Así nos encontramos con que el socialismo del año 2021 es sinónimo de expropiación, quema de iglesias, supresión de privilegios, revolución bolivariana y castración de la iniciativa individual. Su significado, aunque resulte impensable, es otro bien distinto y aparece recogido en la RAE. En cuanto a la libertad, y sobre todo en un país llamado Madrid, su empleo está asociado a tomarte unas cañas y una de bravas cuando te salga de los cojones, olvidando que la propia existencia es el mayor acto de rebelión conocido. Lo sé, es complejo, pero se entiende mejor en el último párrafo. Y con una escena de la película «Easy Rider«.

Billy (Denis Hopper) le cuenta a George (Jack Nicholson) que el mundo se volvió cobarde, tiene miedo de alguien que vive encima de una Harley Davidson. George le explica que no tienen miedo de él, sino de lo que representa. ¿Miedo de un tío que necesita un corte de pelo?, replica Billy. No, tú representas la libertad, contesta George. De eso se trata, ¿no?, de ser libres, insiste Billy. Hablar de libertad y ser libre son cosas distintas, continúa George. Es complicado ser libre cuando te compran y te venden en el mercado, pero nada de recordarles que ellos no son libres porque entonces se cabrearán y estarán dispuestos a matar para demostrarte lo contrario. Se vuelven peligrosos. Pues eso.

Ilustración: http://www.tristaneaton.com

Madrid, la terraza de Europa

Resulta que allá por los setenta, miles de españoles se montaban en un Mini y conducían deprisa hasta Perpiñán para ver culos, tetas y a Marlon Brando bailando tango. La cosa duró lo que la censura tarda en quedar en evidencia, y cada país siguió a lo suyo: Francia a defender su cine y España a abrir bares. Décadas después la cosa no sólo no ha cambiado, sino que el trayecto se realiza en dirección contraria vía Air France. Basta darse una vuelta por el centro de Madrid, una ciudad-terraza que ahora acoge a miles de franceses con sed, más que nada porque llevan desde el pasado mes de octubre sin museos, cines y bistrós. Y claro, en momentos así es inevitable pensar en las palabras de Zaratustra: «Nuestro sol es la envidia de los extranjeros», a lo que Max Estrella contesta: «¿Qué sería de este corral nublado?». Pues exactamente lo mismo que ahora.

A veces resulta inexplicable nuestro empeño en fomentar la cultura del bar, ahora de acera, más teniendo en cuenta la penible situación de sus trabajadores: horarios muy jodidos, mal pagados y a deshoras… De hecho, y aquí incluyo a todo el país, fuimos potencia mundial con 277.539 establecimientos que, tras la pandemia, se verán reducidos a la mitad tirando por lo alto. Y a pesar de ello, volveremos a la carga, saturando los barrios y las islas, resistiéndonos a admitir la necesidad de un cambio en el que implicar a más ciudadanos en el desarrollo de las ciudades. Es tan absurda la dirección inherente a este país —y de esta ciudad en particular— que quizás por eso el mundo avanza dando vueltas.

Ahora que la libertad se confunde con la libertad de movimiento resulta más fácil de entender algunas cosas. La Tierra tiene forma de hielo derretido porque así somos incapaces de ver nuestro destino, España acoge a millones de turistas para que se gasten su dinero en cañas y después se piren y los madrileños fuman muchísimo y hablan a voces, sobre todo entre las cinco y las diez de la noche. Al final lo que mejor se nos da es improvisar, muy fría y con poca espuma. Y así nos va… bien.

Ilustración: Ray Morimura

Supongamos que Madrid es una ciudad

Mucho se habla de la nueva serie de Scorsese para Netflix. Protagonizada por Fran Lewobitz, francotiradora neoyorquina de un tiempo suspendido, sus capítulos son un homenaje póstumo a una ciudad que ya sólo existe en el imaginario colectivo, la única en el mundo capaz de levantarse a su imagen y semejanza para terminar siendo una copia de Dubai sin arena de duna. Mientras los más incautos seguimos soñando con sus alturas y ese olor a ciudad-ciudad, en Madrid sucede un fenómeno sin precedentes: la capital desaparece bajo la nieve para acaparar cada noticia. En este escondite anómalo —es evidente que nadie en posiciones de poder ha sabido gestionar la llegada del invierno siberiano— pocos se atreven a dar la cara y, cuando alguien decide hacerlo, el resultado es tan literario como alucinógeno: «en el metro de Madrid lo normal es no ir abrazados, ni estar sin mascarillas, ni estar comiendo y, por tanto, sí es un lugar seguro». Os imagináis de quién es el titular.

Así es, la Ayuso contrataca para tranquilizarnos con esa mirada empapada en Orfidal, y de paso obviar el hecho de que, a día de hoy y si necesitas desplazarte para hacer tus cosas, la única alternativa es compartir el subterráneo con millones de vecinos. Porque si en Nueva York el capitalismo se impuso a la democracia, en la capital de España el hielo se desgarra, el cielo calla e Isabel sonríe con plomo en las entrañas.

«No hay nada de malo en ser un inepto, o en hacer algo mal, fatal, pero guárdatelo para ti. No lo compartas», escupía Fran en uno de los capítulos. Quizás esa sea la principal diferencia entre Nueva York y Madrid, entre los dos países en uno, el que calla y el que sufre. Porque os puedo asegurar que ningún madrileño va al cielo, y si lo hace es muy a su pesar. Será porque estos días todos se desplazan bajo tierra, en dirección contraria al horizonte. A 13 de enero Madrid es sólo un metro y su presidenta un personaje de ficción.

Ilustración: www.tinapaterson.com

Nieve, nieva

Tenía que nevar para que el mundo cambiara de una vez, para que durante un espacio de tiempo amortiguado abramos las ventanas, miremos hacia arriba y reconozcamos un paisaje dentro de otro paisaje, ahora lunar. Porque sólo el silencio es capaz de abrirse paso entre los copos, y derrotar al eco, y el invierno por fin defiende la matemática de nuestros pasos flotando alrededor de la tierra. Es por esa razón que, cuando todo es blanco, el pecho se frena, la vida es un poco más letargo. Será porque nos devuelve a las batallas con bolas de nieve en el patio del colegio, a esa bufanda con pompón regalo de la abuela, a las manos dentro de unos guantes y los labios del color de las cerezas. En definitiva: al amor y el deseo sin otro cuerpo cerca.

Odiamos el frío, despertarnos en mitad de un beso incompleto, el sudor cuando imita a los lagartos. Sin embargo, a todos nos gusta la nieve o ver nevar, que no es lo mismo. A algunos porque les sirve para recorrer montañas sobrios y haciendo eses, a otros porque cuando se acumula en el arcén significa día libre, o sea, en cama. A mí porque es la ocasión perfecta para ocupar la acera y observar mirando, callar comentando la caída, mirar de nuevo, después sonreír, observar una colilla sepultarse. En realidad, lo que apreciamos son los minutos de tregua que concede. Nadie va a iniciar una guerra mientras nieva; nadie. Como mucho algunos pensarán en diamantes o en comprar unas botas con forro de lana merina.

Lo mejor de todo es beberte un chocolate mientras. Uno bien caliente, sol de Cancún en una taza, algo que compense un corazón color de hueso. Es lo que tiene la vida dibujada al carboncillo. Creo que pronto le haré una canción a la nieve, pero una que no resuene, como ella, aunque con notas, dos corcheas y un hilo de luz. En la estrofa nombraré el perdón, en el estribillo el camino de vuelta a casa. Terminará con Ángel González: «No fue un sueño, lo vi: la nieve ardía». Crepúsculo. Madrid. Invierno.

Ilustración:  Marco Cristofori

Luces de Navidad 100 % españolas

La decoración navideña es siempre un polvorín con aspecto de polvorón eléctrico. Ahí, sobre nuestras cabezas confluye la ira de los que nunca están conformes, la responsabilidad de los que tienen asumido que se trata de un gasto absurdo y la inopia de otros —a los que no conozco— que este año se reafirman ante millones de bombillitas imitando la estela de la estrella de Belén ‘made in España‘. Y es que si ya era tenebroso caminar por la Castellana desde la implantación del toque de queda, ahora es una experiencia extraña. Más si tienes la suerte de hacerlo junto a un amigo japonés que mira las luces con cara de conejo al que le dan las largas. Sí, Nao Hiro, somos así, «ágiles, belicosos, inquietos, dispuestos a la guerra a causa de lo áspero del terreno y del genio de nuestros hombres».

De esta forma diciembre en Madrid aspira a reflejar el ambiente del Pachá Ibiza, recrear el aporte de manzanilla típico de la Feria de Abril en el ambiente timorato del Black Friday, admirar la Navidad desde el prisma de la política, como si el fulgor de una bandera fuera capaz de invisibilizar los problemas de una ciudad que no es más que el reflejo del mundo en el que sobrevivimos. ¿Y qué hacemos si no podemos reunirnos con los abuelos, los tíos y los primos? Pues luces más luces, y solucinado.

Nosotros seguimos empeñados en creer que se trata de una alucinación y por eso, cada día hasta el 7 de enero, nos acercamos en peregrinación para admirar los 3,17 millones de euros que cuelgan de las farolas. Ahí, con las manos en los bolsillos y la mascarilla generando vaho con olor a barba recitamos a Dylan Thomas en la voz de Almeida: «Do not go gentle into that good night. Rage, rage against the dying of the light». Anda, Nao Hiro, vámonos a casa.

Ilustración: Tang Yau Hoong

La televisión y Madrid nos matan

Sin ánimo de frivolizar convendría ir asumiendo que, además de «La Cosa» —me niego a referirme a la enfermedad por su nombre de pila—, hay dos elementos cotidianos que van desgastando poco a poco, como un martillo en el glande, no sólo nuestra moral, sino también la existencia, entendida como la capacidad de teletransportarnos a nuestro antojo en un tiempo encontrado. La primera es la televisión, convertida desde hace meses en ese baile ideológico y mareante del que no se salva ni «La isla de las tentaciones» —recordemos que follar también es política—. La segunda es Madrid, ciudad deshilachada, huérfana de todo aquello que la caracterizaba, es decir, de la gente, la noche y sus derivas. Si eliminamos a ambas de la ecuación se respira mejor. Un poco.

Porque este crack universal ha hecho de la distancia un pensamiento, incluso una forma de vida, y las noticias, sean del signo que sean, adquieren la forma de un jeroglífico. De ahí que en 2020 resulte más sencillo negar la evidencia científica o gritar ¡Hail, Hitler! a un reportero mal pagado que aceptar la realidad tal y como es. O al menos tal y como parece ser, así, tirando a marrón oscuro.

Sin embargo, y por enésima vez en la historia de la humanidad hay un remedio previo a la vacuna, método infalible para encontrar algo tan necesario como un latido. Además está al alcance de todos, urbanitas y paletos, rojos y grises, aventureros online y oficinistas. Consiste en cerrar las ventanas de casa, apagar la televisión, abrir un libro, pasar sus páginas y hacerse el muerto en la corriente. En ese inocente gesto, ruido de navajas cortando el aire, se encuentra la única verdad aplicable a todos: ficción en este mundo a la deriva.

Ilustración: Franco Fontana.