La música y su bálsamo

Si todo va bien, estás sano, ríes, la música es ese ruido que aplana la arena y su luz de otro planeta, fija un instante a una canción y a esa melodía en la memoria. Permite, además, cambiar de tiempo, convertir un páramo en un lugar llamado casa y la luna deja de ser satélite para encarnar a un plato que alimenta las noches, el cielo como fuga. Mejor vestirse y desvestirse con música cerca, ligera, brutal, volver en coche a la rutina, cerrar los ojos con la sensación de que asciendes por encima de los árboles, pero ella seguirá a tu lado. Insisto, si estás bien altera el estado de la piel, las ganas, mantiene el equilibrio que la ciudad niega, te vela. Sin embargo, ¿qué efecto tiene en ti cuando estás roto?

Un bálsamo. De pronto, aparecen propiedades atribuidas a los curanderos. Alguien estuvo tan mal como tú antes que tú, incluso peor, perdió el presente y el futuro imperfecto, todo menos el latido, cantó para contarlo. Entonces comprendes la importancia de la música, la sientes, no solamente recuerdo y lágrima, sino forma de entender el mundo y sus pequeñas cosas, tú y las circunstancias de ese daño. Sí, consuelo, eco de lo invisible en vena.

Sucedió en la guerra. Miles de personas huyeron hacia el norte. Entre ellos, varios músicos prefirieron cargar con guitarras y tambores en lugar de mantas y abrigos. Sabían qué era lo importante, el latido como forma última de vida. Entonces el exilio de las canciones dio paso a la huida hacia dentro, los días pesaban menos y despedirse de la tierra vino con estrofa, estribillo y puente. Nunca le debí nada a la música, pero ella sigue tendiéndome la mano. Hasta que la ausencia de paso al olvido. Ahora suena una canción de paz.

Ilustración: Guy Billout

El mal sueño de «todos los conciertos inolvidables»

Es curioso como la comunidad de músicos —creadores hipersensibles en los márgenes de una sociedad aquejada de sordera— replican comportamientos que los emparentan con cualquier influencer de Instagram o un funcionario de la Secretaría General de Transportes.

Y con esto no me refiero al uso indiscriminado de «robados dolosos» en cuclillas frente a una masa estrábica —en ocasiones «aumentada» con Photoshop—, ni siquiera a las tendencias en materia de equipo que los arrastran a utilizar las mismas guitarras, los mismos pedales, los mismos módulos de sampleo y percusión o esas camisas de palmeras tan poco favorecedoras adquiridas en Asos. No.

El problema al que se enfrenta el músico en España, además de la precariedad, los desplazamientos en furgoneta, el exceso de fe en canciones intrascendentes, la obsesión por el éxito (manufacturado), los pantalones pitillo, la alopecia, la ceguera y la envidia, la animadversión por Izal y el regreso de Nacho Cano —no hacía falta, de verdad—, es la percepción distorsionada de sus propios conciertos. Basta con leer el pie de foto, colección de plantillas del género: «no hay palabras para explicar el concierto de ayer», «todavía estamos flotando», «recuperándonos de los sucedido anoche», para plantearse si en realidad no estarán sufriendo una sobredosis de endorfinas con efecto distorsionador de la realidad, lo que vulgarmente se conoce como «el mal sueño de todos los conciertos inolvidables».

Resulta que la música no está exenta de intrascendencia y, por desgracia, la tan manida magia surge con la regularidad de un cometa, en uno de cada X conciertos, instante fugaz envuelto en la memoria dañada de unos músicos que hacen de la felicidad del oyente un trabajo diario… en el mejor de los casos. Lo de bailar al terminar de tocar no cuenta y se computa como pesadilla.