Sucedió hace un par de días, como si la diferencia horaria con respecto a España —ocho horas más según un tal Greenwich— hubiera sacudido su varita mágica, anticipando un momento que, siendo futuro respecto a la geografía cotidiana, en realidad es presente, un ahora en su manifestación más temporal de la palabra.
Ahí estaba yo, ocupando mi baldosa en un vagón de tren con olor a tintorería en seco, brillante, dulce y veloz a pesar del flujo sanguíneo: jóvenes volviendo a casa después de una borrachera, ejecutivos, moldes con sus cabezas de tamaño desproporcionado, el pelo azabache como la noche. La mayoría lleva mascarillas de farmacia, otras invisibles, y todos ellos, ladrillos de carne en una pared humana construida con empujones en un espacio mínimo, dejan pasar mi sonrisa marcada en el hombro de una muchacha india con un abrigo de GORE-TEX®.
Es un instante, la mueca discordante al margen de mis órganos vitales, algunos a pleno rendimiento —mi vejiga aumenta con cada parada—, otros defectuosos, la constatación de que a veces, es posible estar en el lugar y el momento adecuado, sentirse en casa a 15.000 kilómetros de nuestro salón, frenar la eternidad, entender que la felicidad es un desliz en hora punta, una cumbre a la que se accede sin querer, precisamente porque solo cuando abandonamos el itinerario previsto es posible olvidarse del dolor. Todo es su sitio, tan lejos de Dios, tan cerca de lo que de verdad importa. Aquí, ahora, nunca mañana. Y el sol entra por la ventanilla.
