Quedarse calvo no es perder pelo

Perder pelo poco o nada tiene que ver con quedarse calvo. La pérdida implica una acción imperceptible pero en curso, y formar parte de ese 42,6% de hombres con aire en la cabeza o alopecia androgenética, difusa, areata o cicatricial supone ingresar (a la fuerza) en un colectivo incomprendido. Y no por lo que piensen los demás, ¡ah, gente hirsuta!, sino por lo que callan los propios calvos sobre tamaña injusticia. Es más, despedirse de un miembro de la familia, que te diagnostiquen una enfermedad y se te vea el cartón son las mayores tragedias del hombre moderno. El resto —erección mediante— pura minucia. Porque todo es pelo, en la almohada y en caída libre, metáfora de la vida sin pelucas. Y los sueños pelo son.

Se alcanza la categoría de terror cuando el más joven del grupo, ese de la cabellera en un túnel de viento, luce coronilla con forma de mortadela. En lonchas, claro. Se trata de un fenómeno intrascendente en términos absolutos, ridículo para mujeres y esa minoría adaptada al paso del tiempo… y el fin de una era. Vale, existe el recurso del secador y los peinados imposibles, aunque no es lo mismo. Además Dios siempre sale muy Pantene en nuestras oraciones, los referentes calvos son más calvos que referentes y si pudiéramos elegir nadie optaría por la solución fresquita. El que diga lo contrario miente o tiene pelazo.

Cada mañana y al lado de mi casa hay cola frente al Carrefour. Todo tíos, inseguros, cachas, conscientes todos ellos de que sin pelo la vida adquiere una tonalidad gris y de descenso. Prefieren mata a comprarse una casa o asumir la visión matutina de un peine enredado en carne de su vello. Ocho mil euros después todo mejora, la confianza recorre los folículos y aguantan las fotografías desde cualquier ángulo. ¡Nada de pelillos a la mar!, ¿a qué se refieren con lo de que a la ocasión la pintan calva? Al final nos salvamos por los pelos porque la sombra del cabello es alargada. Y termina ahorcando.

Ilustración: Yang-Tsun

Pelo

El pelo es un misterio. Y no solo porque su importancia sea inversamente proporcional a la función físiológica que cumple, sino porque poco a poco —los turcos son los principales responsables de esta deriva— ha ido adquiriendo una dimensión que lo envuelve todo, portería de Casillas incluida, superando al falocentrismo e incluso al amor o la amistad. Ahora un pelo vale un euro y cuanto menos tienes mayor es la pena que arrastras, como si de alguna manera su pérdida diaria implicara despedirse de la testosterona y por lo tanto de la dignidad humana. ¿Un presidente del gobierno calvo?… ¡Dios, qué asco!

Y la cuestión capilar viene de lejos: Sansón humillado por Dalila y la tijera, Medusa y sus siseantes víboras pilosas, Jesús de Nazaret a la diestra del padre con vello largo e hirsuto, Lady Godiva compitiendo con Rapunzel para dirimir quien de las dos lo tiene más largo y brillante, el de Brad Pitt y Coque Malla a los veinte, treinta, cuarenta, y los cincuenta… en fin, que si pretendemos proyectar confianza en nosotros mismos todo rima con cabellera. Además una hebra de carbón, oxígeno, nitrógeno y sodio nos aferra a la juventud, incluso si blanquea, impone respeto, levanta sospechas entre los envidiosos y se infla como un pulpo al darle con el secador… bien caliente.

Coco Chanel lo sabía mejor que nadie al afirmar aquello de que «una mujer que se corta el pelo está a punto de cambiar su vida» y a nadie se le escapa que los pelirrojos son castaños cuando sus ingresos superan los 50.000 euros al año. El puto pelo es alegría, salud por la privada, dinero, sexo tirante y ardor, y entre el bebé que fuimos y el viejo que seremos solo hay un espacio de tiempo con peinado a la última. Palabra de Oscar, mi peluquero, mi confidente, mi bastón, mi vida.

Las mujeres y el vello: historia de una manipulación

Resulta que la turbulenta relación de hombres y mujeres con el vello se remonta a épocas previas al afeitado brasileño. Ya en la era de los mamuts, ellas se cortaban el pelo con piedras para evitar tirones inoportunos en los enfrentamientos entre clanes y minimizar así el riesgo de congelación. Deberían pasar algunos años para que se intercambiaran cantos por conchas y, siguiendo la tendencia prêt-à-porter impuesta por Cleopatra, surgieran las primeras ceras para eliminarlo completamente, a excepción de las cejas y la perilla del dios Amon.

Y el tiempo pasa, las civilizaciones se destruyen y con los romanos se imponen los conceptos de limpieza y clase… asociados a la depilación. Por supuesto, ellos podían elegir entre el estilo Don Draper o comando, hasta tal punto que el emperador Lucio Vero Antonino lucía el mismo aspecto que Jared Leto un domingo cualquiera. Era hombre, y además Dios. Primera gran contradicción.


Con el siglo XV se impone la libertad en pubis y piernas por la simple razón de que el cuerpo no se viste, sino que se decora con largos jubones, casacas mangas abullonadas y colas que convierten a las mujeres «en animales fangosos en verano y polvorientos en invierno». Por supuesto, las cejas al cero. Las de ellas, claro.

1700 y las primeras cuchillas para hombres; 1915 y un tal King Camp Gillete cambia la piel del mundo incluyendo a las esposas en su «Milady Decolleté»; la primera campaña contra el pelo en las axilas; la humedad y Betty Page; Marilyn y sus piernas de seda; la minifalda, el bikini y el bañador carne de Bo Derek, y adiós al pelo y a la libertad de mostrarse a los demás como a una le venga en gana

Mujeres del mundo, celebrad vuestra belleza, con o sin vello. Ha costado, pero es un hecho: por fin donde hay pelo hay alegría.

Cuando tus selfies pesan más que tus ilusiones

El mayor indicativo de que te estás haciendo mayor no está representado (en su justa medida) por ese entrenamiento diario del tren inferior —glúteos en particular—, ni por ser testigo de excepción de la desaparición paulatina de tus mejores amigos. Ni siquiera el hecho de olvidarte de las cosas, dejar de ovular, perder el control de una próstata caprichosa y el contacto con la gente que ha marcado tu vida durante esos supuestos «maravillosos años» en favor de unos niños que devoran tu tiempo y lo cagan dentro de un pañal carísimo es motivo suficiente para tirar la toalla.

No te queda más remedio que lidiar con el dolor de espalda y articulaciones, con esa sensación insoportable que experimentan los guapos del instituto que poco a poco, día tras día, se transforman en seres invisibles, incluso para los perros que recorren las calles sin correa. Te levantas con sueño, trabajas en algo que no te gusta nada —el 87% de los españoles realiza una actividad profesional que les genera pesadillas en la cama y la máquina de café—, regresas a casa agotado, te pasas el fin de semana viendo series de HBO y cuando ahorras un poco —el alquiler es un pozo sin sellar— te escapas unos días en agosto, precisamente el mes en el que un mundo ya de por sí saturado se desborda por los cuatro puntos cardinales.

Y da igual si no hay espacio para más velas en una tarta de cumpleaños que ha pasado de ser un amasijo de galletas María con chocolate negro a una obra de arte industrial sin gluten en un «click», ni que Turquía sea el nuevo Lourdes y el Everest la versión tibetana de La Pedriza en temporada alta…

Cumplir años supone asumir nuevos papeles, entender lo que antes rechazábamos, darnos cuenta de que el tiempo se contrae y, sin embargo, lo único que diferencia a los ancianos de los que no lo son —a pesar de compartir edad— es la horrible sensación de que los recuerdos pesan más que las ilusiones. De nosotros depende no ser viejos antes de la vejez selfie.