Elogio de lo pequeño

Sucede en tiempos de guerra, toda la vida, vamos, porque nunca son tiempos de paz ahí fuera. En una bolsa de Doritos ahora vienen cinco menos, es decir, un dos por ciento más de aire. Pasa lo mismo con el ColaCao, los lomos de Pescanova y el Tulipán. Mismo envoltorio, un poco menos de lo prometido al precio imbatible de siempre, particular forma penalizar a los que comen mal. Así lo pequeño encoge, se adapta a una realidad en la que la clase media baja a las alcantarillas, la primavera llega imitando a un invierno berlinés y las aspiraciones terminan siendo eso, aspiraciones.

Tampoco es tan dramático. Siempre nos dieron rata por liebre. Incluso sabiendo que hemos sido engañados seguimos practicando a diario el juego de la indiferencia. De lo contrario, saldríamos a la calle con una escopeta, y no a matar gatos precisamente. De ahí que este atraco pueda ser entendido como la enésima posibilidad para lo pequeño, aunque salga caro. ¿No son los más grandes en la vida los que saben ser pequeños? O eso dicen.

Cada vez hay menos tiempos vivos, menos palabras y más tweets, menos trabas para los superficiales, grandes causas que dependen de pequeños hombres vestidos de uniforme de combate, menos mundo al que retirarse a ver pasar aves migratorias, menos yogur en los yogures, menos pelo en la coronilla y más en las orejas, menos es menos que nunca fue más. Sin embargo, hay razones para cuidar de los placeres diminutos, de lo invisible al microscopio, de nuestro pequeño mundo pequeño. Sale a cuenta y a eso se reduce esto.

Ilustración: Guy Billout

Las eléctricas nos follan… y no hacemos nada

Pues resulta que las eléctricas no sólo nos follan desde haces meses, sino que cuando les imponen medidas para frenar su lucro incesante (358,2 millones de euros netos desde enero) sacan pecho y amenazan con las nucleares. Así bajan los contagios, la factura de la luz bate récords en la historia universal de la ‘inmafia’ y ellas, ¡oh, todopoderosas puertas giratorias!, imponen su ley entre una clase trabajadora ahogada. Por su parte, los pudientes pasan el mal trago tomando el sol y los ricos miran hacia otras latitudes, Suiza o algún paraíso sin calefacción. El caso es que nadie protesta más allá de Twitter, ya ves tú… Y claro, si los españoles somos potencia mundial en manifestaciones (uno de cada cinco salió a la calle este año), ahora cuesta entender este inmovilismo patrio. Aquí la clave antes del frío.

Después de meses de penuria parece que lo que toca ahora es aceptar la realidad lejos de los postulados de la ciencia. Pagamos lo que nos pidan, más sabiendo que una huelga de consumo incrementaría (aún más) el coste debido al sistema de subastas. ¿Poner una lavadora sale por 46 céntimos? Dios, qué paz saber a qué atenerse. ¡Nada de pollo a precio de solomillo, somos consumidores racionales y limpios! Además, da gusto ver el salario mínimo estancado en 950 euros frente al incremento del 195% de la luz. Dónde estarán los negacionistas del precio de la electricidad cuando se les necesita…

Cabe preguntarse por el límite, el de esas empresas dispuestas a maximizar beneficios por encima del bienestar y el de los ciudadanos que callan ante la peor de las injusticias. Porque la democracia, esa palabra con la que muchos se llenan la boca, se demuestra cuando el pueblo decide, y ahora ha decidido aceptar lo inaceptable. Resulta que el enemigo al que nos enfrentamos ni siquiera está en los consejos de administración o el Congreso, somos nosotros en su peor versión, esa del vivir y perder, pagar y callar. ¡Luz cara, más luz cara! Concedido.

Ilustración: The Project Twins