El futuro como refugio

Nunca fue buena idea diseñar futuros. En ellos hay una promesa elevada a una potencia, es decir, cielo, lumbago, cristales. A pesar de la advertencia, y ya de niños, nos empeñamos en seguir dándole color, forma y heridas. Vivir posibilidades en lugar del verbo solo. Así sepultamos castillos y playas, miramos al frente dejándonos atrás, o al menos una parte que sucede como se suceden los trenes que atraviesan campos que atraviesan estaciones. Porque pertenecemos al porvenir, por mucho que insista el monitor de yoga. Sin embargo, no todo va a ser malo o peor. Cuando la realidad nos va a la contra, podemos hacernos un ovillo, una paca de paja, lo que queramos, arder en el incendio del verano, refugiarnos en el humo de la próxima estación.

El tiempo entonces muta. El salón y su paisaje necesitan una mano de pintura, quizás sábanas nuevas, gasolina. Cambios. Futuro como casa, refugio que recibe a todos, incluso a los que mueren al otro lado de la valla. A las pruebas hay que remitirse. El dolor de ahora, de misa diaria y parpadeo, se disuelve en el transcurso de las tardes hasta convertirse en una sonrisa si encadena meses, noches, después años. ¿Ves? No lo viste venir, por eso sonríes sin darte cuenta, ahora, sí, ahora.

Queda claro que tu biografía no equivale a tu futuro, tampoco eres ni serás el mismo, exceso de velocidad y circunstancia. Entonces recuerdas lo malo cuando lo peor quedó atrás. Las ruinas se fueron llenado de vegetación, también de sombra y carreteras. De ahí la insistencia de reunirte con el futuro. «He cambiado», dices, aunque él intuye el tuétano y esa manera tan tuya de andar con prisa. Le dices que sigue siendo tu refugio, el lugar que mojas cuando lloras. Ahí, bajo el aire cargado de promesas os dais un abrazo largo, cálido. Ya es pasado, por eso lo echarás de menos.

Ilustración: Guy Billout