El futuro era esto. Llega agosto y hay que sacar dinero para comprar yogures griegos y porros. Si eres de los que todavía resisten en la ciudad, lo tienes más o menos fácil… en el caso de necesitar cantidades tipo Bizum. De lo contrario, puedes intentarlo en una de las pocas sucursales abiertas que mantienen en plantilla a una becaria llamada Laura y a una jefa detrás de una mampara opaca. Se la intuye, pero su mente bucea en alguna playa de Mallorca. En cuanto a los residentes de los pueblos, la cosa adquiere tintes de drama. Hay ahorros en la cuenta, tiempo para gastar y, sin embargo, los billetes permanecen a buen recaudo en el ordenador del banco hasta septiembre, ¡inaccesibles ceros y unos! El futuro es, en el campo y la urbe, un timo.
Pocas fotos se ven de la gente mayor haciendo cola junto a los inmigrantes. En lugar de un letrero de Primark sobre el dintel de la entrada pone La Caixa, BBVA, Bankia y Banco Santander, nombres exóticos con dividendos históricos cuyo ritmo viene impuesto por la innovación. «Hecho el ordenador, echamos al trabajador», lo que implica también eliminar de los planes de dominio mundial a todos los que perdieron la oportunidad de nacer en el interior de un iPad: ancianos, parados sin conexión a Internet y trabajadores nocturnos. Ahí están, ajustándose al horario de caja de 08:30 a 11:00. Más tarde, sólo una respuesta entre el hartazgo y la impotencia: «vuelva usted mañana o utilice el cajero, señora».
Antes, en tiempos del paraíso perdido, los bancos parecían encantados de joderte. Sus trabajadores te miraban con ojos de piscina, te prestaban dinero en caso de poder demostrar que no lo necesitabas e incluso se levantaban para despedirte con la mano formando un número de cinco cifras. Ahora que hace calor y una parte de la población amanece permanentemente asfixiada prescinden de representación humana. No podemos vivir sin bancos; tratar con ellos se parece mucho a malvivir lejos del mar.
