El calor dejó de ser un recuerdo crónico, la ropa es un estorbo, cuesta dormir por las noches… Con estos síntomas nos preparamos para una temporada estival cargada de desagradables sorpresas, precisamente porque agosto se inventó para parar y casi todos estamos parados desde marzo. A pesar de esta postal desoladora, no todo son malas noticias y por fin, como si se tratara de una alucinación, hacemos frente al primer verano desde los años sesenta despojado de su canción de marras. Y eso es maravilloso.
Eliminada la masa, la radio fórmula desaparece y sin ella «Maria Isabel« y «Eva María» comprueban que la playa está desierta y los niños escriben sobre la arena con el iPad; el «rock and roll en la plaza del pueblo» se pospone hasta el 2021 y la «barbacoa» del «chiringuito» ondea a media asta, un poco como el fútbol de los vítores enlatados, el «aserejé» sin baile ad hoc y escuchar el «Ai se eu te pego» en el interior de un coche con tu suegra y las ventanillas subidas.
Cuesta creerlo, pero quizás la verdadera canción del verano es la que resuena al apagar la luz. Así es como al echar la vista atrás —siempre es más fácil que pulsar avance rápido en tiempos de pandemia— la música se convierte en el acompañamiento de lo que más valoramos: la vida tal y como la conocimos, esa dimensión en la que era posible compartir una Mahou cuando caía el sol. Ahora Georgie Dann ha enmudecido. ¿Dónde está la toalla para secarse las lágrimas? De nosotros depende que sean de alegría o tristeza.
