Esa tendencia nuestra al suicidio

«Ama y haz lo que quieras». Lo dijo un santo. Después amamos teniendo en cuenta el mal rato. Despojado de su parte de vida, de vuelo y complacencia, el enamoramiento expone esa tendencia nuestra al suicidio. Porque uno puede ahogarse, saltar desde un octavo y tragar cianuro sin hacer ninguna de las tres. Basta con enamorarse de la persona equivocada, esa que, desde el primer parpadeo, da sentido a nuestra existencia sabiendo que acabará con ella o una parte. Sí, a veces, el enamoramiento es la peor forma de maltrato en todas partes.

Porque sólo los mediocres se conforman con vivir un enamoramiento sin épica. Queremos caballos salvajes, sexo que convierte el sexo pasado en deporte, latidos de casa con piscina, mar y hasta un perro, traslados en taxi que equivalen a una vuelta al mundo, electricidad, ruina. El resto, más lento y viejo, está muy bien, pero ¡qué importante es perder la cabeza y sentir sabiendo que la muerte espera! Amar como deceso, morirnos como vivieron los románticos: llenos de vida.

Imitar a un kamikaze, rendir homenaje a Thich Quang Duc sin gasolina, nunca ponerse de lado, saber que uno se hace un flaco favor cayendo en la trampa… y disparar. Eso sí, no confundirlo con el amor lejos del ser amado. Eso va de estar cerca, muy cerca, en cuerpo y mente, todo el rato, de comer sabiendo que lo mejor sería pasar hambre con el otro en los huesos y en la cama. Perdemos la cabeza y el pecho porque alguien rebela lo mejor de nosotros, nuestro soplo de vida en esta Tierra. Resulta que el planeta era eso, un corazón sin freno. Y estalla con nosotros dentro.

Ilustración: Eric Petersen

Eso que me recuerda a ella

No puedo elegir mis recuerdos. Algunos duelen. Otros son suaves, traen paraísos perdidos y un verano. Entre todos los recuerdos hay algunos recurrentes que siguen siendo vida, aunque esa vida exista en otra parte. Los más intensos tienen que ver con ella. La recuerdo en el pelo hasta la cintura de mujeres caminando por delante de mi. También en un cigarro entre dos dedos, el aire y el humo, en los abrigos rojos, en una caricia sin apenas ruido. Es posible empeñarse en querer a alguien. Es imposible querer olvidar cuando el recuerdo da sentido al mundo. Soy yo el que gira y gira y gira.

Al principio, luchaba contra mi memoria. Se supone que para levantarte debes borrar al otro, dibujar un nuevo contorno al que añadir colores, formas y hasta una sombra. Pero es mentira. La única manera de encarar lo próximo se construye con restos del pasado. ¿Cómo es posible florecer sin otras estaciones cálidas? Los ausentes nunca dejan de latir. Los recuerdos detienen el tiempo. Nosotros en medio. Al fondo, el cielo con su abismo.

Nunca dejaré de recordarla. Sin embargo, puede que la olvide. Me acuerdo del sonido de su risa, de sus andares ebrios, de su forma de dar las gracias con cada respiración. Poco a poco, la ausencia es casi un juego. A veces está, otras veces me roza. Primero dejé de llorar. Luego, los sueños fueron desapareciendo. Algunos días, ella me trae un ramo de tristeza. Otros, petunias, geranios y prímulas. Me va a acercado al mar. Encontraré mi reflejo en la corriente de los peces. Será por ella.

Ilustración: Choi Haeryung

Que sea fácil

Puedes verlo en los ojos de la gente: «pero que sea fácil», repiten. Entonces resulta inevitable pensar en el qué, porque, excepto la muerte, pocas cosas vienen dadas. Y menos aún las importantes. Con facilidad se adquiere lo preciso en la vida, aunque tendamos a confundir comodidad con fluidez entre tantas dificultades adquiridas.¿Alguna vez una relación fue fácil? ¿Fue fácil tocar el Preludio No. 1 de Bach en Do mayor? Define la palabra fácil. La facilidad es un destello, un poder, la esperanza de un mundo en el que todo es sencillo menos compartir espacio, aire, día a día.

Normalmente, este «que sea fácil» viene acompañado de una fotografía en un campo de lavanda. Fue fácil porque invertiste tiempo y cuidados en convertir una pista de hielo en un sillón orejero. Sucede lo mismo con las plantas. Necesitan música por los pasillos de casa, luz de lado, agua, palabras de ánimo, inquilinos que bailan frente a la ventana. De lo contrario, se marchitan o algo peor: mueren de pena. La facilidad nos llega con el hábito. Y el sol florece.

Cuando sea mayor todo será fácil. Mientras tanto, dedico el tiempo a entender ese empeño por la facilidad, convencido de la importancia del obstáculo. El peldaño como montaña, el charco a nuestros pies como océano, una nota preludio del silencio. Nada que ver con complicarse, sino con la certeza de que esquivar la traba nos traerá problemas. No quiero nada difícil, pero tampoco olvidarme de esta máxima: «es fácil amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar». Tan sencillo como eso.

Ilustración: Guy Billout

Tu frigorífico eres tú

Abrir un frigorífico es desvelar un secreto o un desnudo. Porque dentro de esta caja fría hay dietas, un trozo de brócoli embalsamado y el único algoritmo con vida. También procesados, familias felices fuera de plano, desgana y falta de tiempo para lo importante: comer, amar, comer y amar. En la nevera de la imagen cada balda representa un hábito. Arriba, con su queso y una loncha de salmón noruego, el sueño. En medio, esa pasta rellena de nueces y lo que parece pera, nunca plátano, música. Más abajo, mantequilla y un limón cojo. En el subsuelo, patatas cocidas, escarcha y aire. El usuario de esta nevera está en pleno tránsito. Y no llega.

Ante el vacío, uno recuerda esos frigoríficos hasta la bandera. El blanco apenas visible entre tanto verde, todo por colores y calorías, leche de origen vegetal, animal y otros, y una promesa de que el mundo no pasará hambre. La responsabilidad es un frigorífico lleno. Los frigoríficos vacíos recuerdan tiempos de escasez. Luego están los frigoríficos tristes, eternos aspirantes a granja consumida por la desgana y el ambiente de los supermercados. El estado de tu frigorífico es el estado de tu mente.

Hay días en los que Dios o sus restos se nos aparecen. Sucede al llegar tarde o muy pedo. Ante la nada siempre encontramos una nueva combinación hecha de frío: chorizo con sardinas, patatas para empujar y nata montada con un mango. Engullimos. Después, dormir es aquel juego de juventud. Dime cómo es tu frigorífico y te diré quién fuiste. Ahora toca ir a la compra para reconstruir una vida acercándose cada día un poco más a una nevera portátil, al mar como única despensa. Y adiós, tristeza.

Gracias por las rosas, gracias por las espinas

La gratitud tiene que contagiarse. De lo contrario, no sirve. La única condición es ser agradecido sin esperar la aprobación del mundo, agradecer como el que pronuncia su nombre o mira al cielo. Movida. Pasamos mucho tiempo esperando que nos recompensen por el daño recibido o el amor dado, mirando con desdén a gente que recoge un premio. Cuesta llegar a una conclusión tan evidente, quizás por tener miedo a la muerte estando vivos. Lo digo en alto: gracias por las rosas, gracias por las espinas.

Disfrutar del rojo de los pétalos implica pincharse y desangrarse. Tiene que ser la experiencia completa, con su playa y sus hoyos, con sus daiquiris y el tedio del día a día sin épica. Porque dar gracias a la vida cuando te da poco o algo que nunca deseaste es la forma de humildad más elevada. «Gracias por este curro de mierda, gracias por esta prótesis». Martillos. Turbinas. Ladridos y chubascos. Estamos vivos. De ahí el agradecimiento.

La desaparición de los seres queridos viene con una lápida y un gracias. Padre ya no existe, pero conocí mejor a madre en su ausencia. Maya ya no está, pero reconozco la razón de haberla amado. Al morir algo dentro de nosotros alumbramos un trozo de vida que va tomando forma muy despacio. Amigos, hermanas, luz al fondo y manchas. El juego termina demasiado rápido. Después, el sol y la luna vuelven a la misma caja. Parece que todo fue un milagro. Y lo somos.

Ilustración: Bo Bartlett

Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register

Nunca hay una buena manera de dejarlo

Dejar a alguien representa un duelo menor. También la manifestación más humana del daño al otro. Porque o se deja o uno se deja ir. De lo contrario, dos se convierten en prisioneros de algo que no existe y que se mantiene de la peor manera: alargándolo. Nunca cuadra. Es martes y hay resaca, mejor más tarde. Y pasan semanas, meses, años. De ahí el miedo al abandono. Entonces, llega el día. Respiramos bajito antes de dar el paso. Hay muchas formas de dejarlo que, en realidad, son dos. Del «no quiero estar contigo» uno se cura. De una desaparición… Luego está la mentira. Pero esa resta.

«No quiero estar contigo» implica el uso de la sinceridad como bola de demolición. Decir la verdad supone un gran disgusto, uno solo. Después lágrimas, silencio, adioses. El problema está en su uso indebido, cuando la verdad aspira a ser demasiado precisa, demasiado verdad. Aporta fechas, lugares, un pasado de cera hecho presente perfecto. Esa verdad nunca grita, arrasa como buena hija del desencanto. Representa la mejor opción si se maneja con cuidado. Y casi nadie sabe hacerlo.

Desaparecer, práctica de cobardes… entre los que me incluyo. Muy extendida, sucia, deja todo en suspenso, como el olor a flores de los mercados. Se ha normalizado tanto que, poco a poco, va perdiendo su invisibilidad para agrietar los ojos de la gente. A los cobardes también nos abandonan. Ya me lo advirtió mi padre: «de la mentira nunca se vuelve». La mentira tiene forma de piedad y tripas de abandono. También cuando es piadosa. Si tienes que dejarlo, intenta hacerlo bien, aunque nunca haya una buena manera de hacerlo.

Ilustración: Joan Cornellà

De la inutilidad de los hombres

El cine como revelación. Parece que necesitemos mirar una pantalla para ver la realidad. Toda la vida entre hombres, hombres cargando con el peso del mundo, hombres que hablan alto, hombres que se cagan en Dios, hombres y más hombres. Pues bien, en «Cinco lobitos», lejos de Madrid y más cerca del mar, sin juicios ni señalamientos, se obra un milagro cotidiano: los hombres, en general, son unos inútiles.

Entiéndase inutilidad como cualidad de lo inútil, talento para parecer un mueble dentro de casa. Porque los hombres han dado forma a un mundo parido por mujeres, una obviedad que muchos olvidan. Ellas, jóvenes y viejas, preparan la comida y dan de mamar, tejen vínculos, asumen la pérdida de sus carreras en un gesto de amor tan fiero como humano. Por supuesto, se trata de una decisión consciente. Quizás, por esa razón, ellos prefieren ausentarse. Las tareas nunca tuvieron género. Y, sin embargo, lo tienen.

Hay hombres que colaboran, aunque lo intentan menos. Se retratan al caminar alrededor del parque empujando el carrito con desgana. Al llegar a casa, entregan el paquete sabiendo que hay una madre agotada al otro lado. Los niños están hartos de explicarles las cosas a los hombres. Por eso lloran. Todavía hay hombres que no son padres a pesar de tener hijos y, algún día, habrá madres con la ayuda de hombres llamados padres. Entonces, una película tan maravillosa ya no será tan necesaria.

Una patata frita

Hay que estar preparado para limpiar debajo del sofá. Ahí, en esa franja a la vista de nadie, se acumula vida inútil, ácaros y algún que otro tesoro. Empuñar el plumero y la escoba nos enfrenta con nuestro yo más falto de higiene, también con ese pasado que regresa en forma de partículas de polvo. Quizás por esa razón la gente odia limpiar y resulta imposible establecer mínimos: los que limpian todo el rato están locos y los que limpian poco son unos cerdos. Eso sí, todos, sin excepción, limpiamos para acrisolar la mente. Pues bien, ayer, encontré una patata frita debajo del sofá. Y me puse a llorar arrodillado.

Era una patata fea, con la forma de esa fruta que nadie quiere, una patata que se come de dos o tres bocados, nada especial a pesar del milagro de su suciedad tan cotidiana. Esa patata, en realidad, no era una patata cualquiera, sino una patata perdida perteneciente a la que fue mi mujer durante años. Ella —mi mujer, no la patata— pasaba las tardes en el sofá. Abría dos botellas de vino para principiantes, colocaba patatas en un cuenco y desaparecía en la bruma del que bebe sin saborear. Yo recogía sus restos.

Me incorporé. Coloqué la patata frita en el recogedor, junto al polvo y el envoltorio de un condón. Entonces odié a Marie Kondo por ser japonesa y decir aquello de que «el objetivo de la limpieza no es solo limpiar, sino sentirse feliz viviendo en ese ambiente». En el trayecto del salón a la cocina recordé a una pareja enamorada que se divertía comiendo patatas fritas en los bares y regresaba a casa por la acera de la izquierda. Abrí el cubo de la basura y vacié el contenido del recogedor. «Si quieres una casa limpia, mejor apaga la luz», pensé. Pero es mentira.

Ilustración: Vittorio Giardino

La importancia de reírse alto

Hay que reírse, cada día, hacerlo alto, como si hubiera una cámara lista para congelar el único gesto eterno ya de fábrica. Porque si hay que elegir algo, elijo risas. También en los momentos malos o peores, cuando perdemos a un padre, una pierna o la oportunidad de nuestra vida, cuando nos hacemos viejos y nos duele tanto el cuerpo que la única razón para seguir sea hacia lo oscuro. Tiempo de risas, tiempo que pasamos con los dioses, tiempo que nunca es perdido, el mejor comienzo, la mejor postura y el mejor adiós sin armas.

Ríe para mejorar el silencio y poner en marcha cuatrocientos músculos, para estirar la columna por encima de la niebla y mover el aire de este lunes. Lo saben los tristes: gracias a la risa somos capaces de aceptar la edad y la tragedia, la noche y el final. La risa como acto de rebeldía. Un niño se ríe trescientas veces al día; un adolescente lo hace ochenta y los adultos no llegan a veinte. Pues bien, hagamos pasar a los niños por principiantes. Les queda tanto por reír, les queda mucho para saber que la risa es el antídoto contra la muerte.

Ve al gimnasio y ríete. Ve al cementerio y sonríe porque tú puedes y ellos no. Coge el metro y sonríe ante tanta pena en movimiento. Y no olvides reírte de ti mismo, pero no de los demás. Porque la risa es el único poder que le sirve al pueblo, morfina sin aguja que conserva las arrugas y nos recuerda que hemos venido a jugar con el objetivo de perder. Con la a, con la e, con la o, puedes hacerlo con todas las letras. Inventa, come, folla. Se trata de encontrar la sonrisa perfecta en cualquier parte.