San Isidro: tradiciones y controversias, chotis y chulapos

San Isidro regresa con tatuajes. Después de la Feria de Abril, Madrid replica la jarana a su manera, quitándole caspa y casetas, agregando chotis y chulapos. La modernidad, que es el sistema de mañana, recicla usos y costumbres, convierte en consumo de masas a un patrón, Isidro, conocido por rescatar a su hijo Illán de un pozo. Ven a conocer Madrid este miércoles… y querrás pirarte. Puede que les cuadre a algunos por aquello de hacer caja, disfrazarse, hacer caja, asistir a decenas de conciertos gratuitos —¡aprende, Taylor Swift!—, hacer más caja, congregar a miles de sevillanos empeñados en mantener ciertas rutinas que son, a fin de cuentas, ponerse pedo en trajes y chalecos. Me pregunto si es necesario recuperar tradiciones que deberían desaparecer. Tiene que ser que se nos olvida el verdadero sentido de las cosas, el de cada uno.

Hace muchos años la gente trabajaba de lunes a domingo. Había sol y nieve, trigo, matanzas de marranos, las modernas trabajaban dentro de edificios de arcilla y adobe. Celebrar San Isidro suponía detener el tiempo un poco, brindar con amantes y amigos, descomprimir sabiendo que las cosechas no esperan. Ahora, en cambio, Madrid alberga miles de garitos por metro de tienda, lugares para el ocio abiertos cuando los demás trabajan. Sí, es bonito ocupar la pradera y bendecir los campos, pero es aún más bonito no hacer de ello una marca. Que compitan los accionistas, que celebren las parejas el compás de tres tiempos. La culpa la tienen Almeida y Yoko Ono y su baile.

Lo peor de la edad no es cumplir años o perder pelo. Lo peor consiste en mirar atrás con nostalgia y llegar a conclusiones que parecen reaccionarias. Los toros mueren en las plazas, las mujeres masai siguen siendo recibidas con estiércol el día de su boda, en Valencia los petardos dan las horas pares y las nones. Las mejores costumbres son aquellas que combaten el individualismo y apuntan hacia el bien común. Nada que ver con la frecuencia con la que se practican, sino más bien con compartir las ideas y creencias que convierten la tradición en la mejor forma de proteger un mundo raro. No porque sea tradición debe de ser bueno. Mientras tanto, deseando que llegue agosto para que Madrid se despierte siendo lo que es, un pueblo.

Ilustración: Mercedes de Bellard

Nuestra zona de interés

El mundo es un lugar cruel. Por eso lo convertimos en un jardín. Cada uno el suyo. En ese jardín podemos cultivar petunias y azaleas, levantar un invernadero para comer fresas cuando cae la nieve. Y un perro deja huellas a la entrada. En el jardín, el viento mece las copas de los árboles con un aire cargado de ceniza. Este lugar nos sirve para ignorar el otro lado, allí donde la oscuridad camufla el muro. El muro delimita los horrores que no queremos ver, pero que oímos. Gritos, órdenes. Un disparo. Solamente los valientes se aventuran a enterrar manzanas para los hambrientos. En la oscuridad, confundimos la fruta con las piedras. Sobre la hierba, los demás nos interesan cuando se interesan por nosotros.

Cuesta menos vivir con los ojos y los oídos cerrados. Nadie es culpable por ello, tampoco inocente. La mayoría se limita a cumplir órdenes. Los de abajo hacen lo que pueden, los de arriba son gente invisible. Una tarde, los de arriba deciden que abandones tu zona de interés, tienen grandes planes para ti. Al subir las escaleras rumbo a su despacho, el jardín se te hace pequeño, el mundo cabe en la palma de tu mano. En el jardín, una mujer se echa la siesta al sol, un niño juega sabiendo que algo terrible sucede al otro lado. Y tú pierdes el interés. O más bien te lo arrebatan. Entonces caes en la cuenta de que, a pesar de no querer oír ni mirar, tu cuerpo enferma. La enfermedad se manifiesta con un vómito.

Todos necesitamos volver al jardín, cada vez más pequeño, cada día más seco. En su perímetro se revela quiénes somos, seres humanos, cobardes, interesados, capaces de amar incondicionalmente, mientras, muy cerca, se cometen los peores crímenes. Nos interesa una parcela reducida de las cosas porque aquel que quiere cambiar el mundo termina mal, probablemente solo. Anochece, aquí y en el otro lado. Nadie distingue el color de las flores, ni el invernadero ni las huellas del perro. Alguien enciende una luz. Y, de pronto, a través de la mirilla, todos podemos ver la oscuridad.

Steve Albini, mi amigo invisible

Steve Albini, mi amigo invisible. Ha sido de repente, mientras yo dormía. Para la mayoría, su nombre no significará nada. Steve produjo, entre otros, a Nirvana, a Pixies y a PJ Harvey. Su trabajo —también invisible— cambiaba la vida de la gente. Y es que el sonido es tan importante como las canciones. Sin sonido no existirían Where is my mind?, Pennyroyal Tea o Rid of me, nos quedaría el mismo hueco que deja ahora su muerte. Pensadlo. ¿Nos gustan las canciones porque nos gusta cómo suenan o nos gustan las canciones porque nos hacen sentir bien? En ambos casos, la respuesta es la misma: Steve Albini. Lleva a un grupo de músicos a un estudio, captura con micrófonos lo que son, sin mierdas ni filtros, atrapa la forma y el color del ruido. De pronto, tienes un amigo para siempre. Y hoy está muerto.

Steve era mi amigo porque Steve era tiempo, espacio y sonido. La música también. Al escuchar música, el tiempo sucede de otra forma, pasa mejor, convierte tu mundo en un lugar menos extraño. Entonces, el espacio se deforma, regresas a esa habitación de adolescente, con la música muy alta. Ahora eres más viejo y, sin embargo, sientes un impacto familiar. Todo es sonido y el sonido nunca es feo, Steve era invisible estando vivo y esa habitación se apaga. Qué extraño. Nos deja un silencio entre las manos, el único silencio que perdura.

Lo primero que hice esta mañana fue escuchar sus discos. Steve no quería figurar y su música seguirá presente. Me pregunto si se sentirá un poco raro allá donde esté ahora. Quizás hable con Kurt de los parásitos de las compañías discográficas, de lo ridícula que les parece la escena electrónica y de la necesidad de concentrarse en las canciones en lugar de los peinados. O quizás esté callado. Quién sabe. Algo se muere en el alma cuando un amigo invisible se va. Será porque lo esencial nunca se ve. Nos quedamos con la duda y otra ausencia.

El Equipo Anestesia

Sé que no estoy solo. Sigo viendo a gente que ríe, que cepilla la ropa y compra flores, que se duerme abrazada a un cuerpo tibio. No puede ser que tantas desgracias, tanto odio, tanta pena, nos hunda, que saquemos la cabeza del barro para repetir, una y otra vez, que la vida es una mierda. Fórmulas para ir tirando: un puñado de fe, alcanzar la cima de una duna y disfrutar de desiertos que parecen el mar dado la vuelta. Menos hacer daño, todo vale. Recomiendo unirse al Equipo Anestesia. Lo conformamos personas alejadas de la actualidad y muy cerca de las cosas mundanas. Nos pones en fila, extiendes el brazo y acercas la mano a nuestro pecho. Entonces, notarás el ritmo de una dulce desmemoria.

Atención: los integrantes del Equipo Anestesia sentimos mucho. Simplemente intentamos despojar de contenido emocional a las cosas menos importantes, las de la política, el deporte y los conciertos en un móvil. Encima de nosotros el sol, siempre el mismo. A pesar de los muros y las montañas, nos acercamos a la luz leyendo libros o echándonos la siesta, llenos de lagunas y recuerdos inexactos, de opiniones sin hechos, de perspectivas sin verdades. Buscamos emocionarnos con canciones y cuentos, vivir anestesiados de lo que pudre al mundo, aunque nos pudramos.

Los síntomas de la anestesia son uno, recibir alabanzas sin orgullo; dos, desprenderse del odio sin apegos. Después, nos incorporamos y tenemos problemas para mantener el equilibrio. Por esa razón pensamos, y con la imaginación construimos carreteras con baldosas amarillas, una casa en el árbol, otro planeta tranquilo donde perderse antes de salir a la calle y cagarnos en la puta que los parió. La anestesia sirve para amortiguar el daño. Así, mantenemos los ojos entreabiertos. El sueño nos aprieta las mejillas. «El amor siempre en nuestro equipo», decimos con los párpados cerrándose. Y, después, felices, nos dormimos.

Ilustración: Tim Eitel 

Sobre Pearl Jam, sobre nosotros

Dark Matter (2024), duodécimo disco de Pearl Jam. Canciones épicas y una portada feísima. Ningún grupo define tan claramente esa época en la que el desencanto se combinaba con Martens, camisas de leñador y melenas sucias. Ocurrió en los 90, prehistoria de un 2024 repleto de ansiedad geopolítica y música urbana. Después de 34 años, estos 5 señores no tienen que demostrar nada, pero nos sirven para reflexionar sobre la trayectoria de artistas en activo desde hace décadas: inicio, explosión, indiferencia y reencuentro con el público. Pues bien, con ello no me refiero solamente a la vida de Eddie Vedder y los suyos, sino también a la de sus seguidores, o sea, nosotros.

Cuando Pearl Jam aparecen, toda una generación encuentra una familia en sus canciones. Dos obras maestras, Ten (1991) y Vs (1993), dos discos excepcionales en dos años, Vitalogy (1994) y No Code (1996), varios trabajos dignos e intrascendentes entre Yield (1998) y Backspacer (2009). Primeros veinte años de carrera y ya se nota el cansancio de una audiencia que crece para decrecer en número. Muchos se cortan el pelo, se casan, tienen hijos y un trabajo que les permite ser como los demás. Pearl Jam cambian de estilista, pero continúan con sus guitarras, sin levantar la cabeza de su huerto en Seattle. Mientras, ahí fuera, el mundo cambia para que nada cambie.

El problema de ese intervalo en el que el grupo «desaparece» no es del grupo, sino de la audiencia. ¿Acaso el Eddie Vedder de Lightning Bolt (2013) escribe peores canciones que el Eddie Vedder de Binaural (2000)? La respuesta es no. Lo que sucede es que nosotros, fieros adolescentes. explotamos al mismo tiempo que su carrera, cumplimos años bajo su tutela para, después, darles la espalda. Así, de década en década, nos hicieron daño, nos despedimos de la vida a la que aspirábamos, también de padre y algún amigo, para, un día, sin querer, volver a reencontrarnos ya de viejos. Tal es el poder de la música, tal es la fuerza del amor que nunca se destruye estando muertos, estando todavía vivos.

Viajar con alguien

Estar en otra parte, conocer países y volver sin ganas. Nos pasa a viajeros y turistas, también a los que ya no están para dormir en una hamaca. Hay algo en poder decir «yo estuve allí» que engancha, como si el Google Maps fuera, de pronto, una herramienta para los paletos. Al intercambiar lugares de trabajo por recreos tenemos la sensación de que todo se hace por última vez, que hoy será distinto que mañana. Así nos maravillamos ante una calle fea y sucia, o el chándal de un adolescente con cara de salir del after. Está bien hacerlo solo. Es mucho mejor acompañado.

Ahora el mundo ha encogido, todo está en Booking. Sin embargo, la gente en las ciudades guarda la distancia de seguridad, va a sus cosas, mira el móvil al cruzar la calle. Cuando viajas, las cosas se miran desde la infancia, se les da forma con los párpados y una pupila cada vez más grande. También ves a tu pareja de viaje de otra forma, como si con cada fotografía fuera desnudándose muy poco a poco. La compañía en un país extranjero se parece mucho a los bastones de los viejos, tira de las piernas cuando el tren se para, hace del viaje un paseo hacia cualquier parte (siempre buena). La velocidad que importa se traduce en pasos, pasos compartidos, pasos hacia atrás y hacia delante.

¿Cuándo nos convertimos en consumidores de vacaciones? Con la llegada del avión y el éxtasis. Para compensarlo intentamos viajar de forma responsable, manchar poco y rellenar los huecos de una historia con tantas lecturas como destinos. Me quedo con la de dos blancos en el país del té con menta, de dos españoles, el cielo y un escarabajo del desierto, de dos turistas que regresan a casa sabiendo que, a veces, en el momento más inesperado, aparece alguien para mostrarnos el mundo de otra forma, redonda y plana, tierna y cruel al mismo tiempo.

Ilustración: Holly Stapleton

Esa llama

Lo dijo juntando las palmas de las manos, como si pudiera atrapar el aire que salía de su boca. «Un día te das cuenta de que lo importante no es el rayo o esa idea absurda del amor romántico. Tampoco perder la cabeza o sentir que vuelves a aceptarte. Más bien se trata de incluir a la otra persona en tus paseos por el barrio, que pueda acompañarte en las cosas que haces solo. Ese amor es como un tronco en el fuego. Y se consume poco a poco, cuando oscurece y las noches son más tibias. Y el tiempo nos descuenta, pero queda el calor incandescente dentro de las brasas, el resplandor avivado por el aire». Luego separó las manos. Sus ojos estaban encendidos. Reconocí el amor al que se refería.

El amor que sucede poco a poco revela lo peor en los demás, alumbra sombras que producen bestias. Ese amor nos enseña a querer por encima del amor propio, irradia un calor irreconocible cada día. Porque nada es forzado, porque siempre es difícil. Aquí me tienes, este soy yo, con mis mierdas, mis cicatrices y mi dolor de cervicales. Ese amor prescinde de las palabras «para siempre». Porque para siempre solamente es el recuerdo de lo que una vez perdimos. Entonces, le damos un puntapié al fuego. En la oscuridad brillan los ojos que se miran bien.

La llama entre las manos nos permite seguir conduciendo cuando las gasolineras cierran, marca un rumbo que prescinde de estrellas y cartas de navegación. Muerte a los fuegos artificiales y a todo lo que alumbra por encima de nuestras cabezas. Esta llama no deslumbra, aclara; no quema, calienta; no eleva, cura. Puede que algún día se extinga y nos miremos con extrañeza las palmas de las manos. «¿A dónde ha ido?», te preguntarás. Su ausencia la ocupan la línea del corazón, de la cabeza, de la vida y del destino. Ninguna de ellas sirve sin la llama, como nada somos sin la llama de otra mano.

Escuchar follar a los vecinos

A partir de cierta edad, en la vida, estar en casa proporciona un placer inigualable. Algunos le dan sentido al mundo con la aspiradora. Otros prefieren tumbarse y mirar su reflejo en la pantalla. Todos, a pesar de nuestras diferencias, queremos dominar ese lugar que nos da forma, a pesar del hormigón y del ladrillo. Entre esas actividades tan caseras como la tarta de la abuela hay una que nos convierte sin querer en testigos involuntarios y degenerados. Sucede de vez en cuando, o muy tarde o a la hora del yogur: escuchar follar a los vecinos. Y digo bien escuchar (prestar atención a lo que se oye con la mano ocupada) frente a oír (percibir sonidos con el oído bueno).

La cosa arranca con un do mayor de fondo, en el piso de abajo o al otro lado del tabique. Corrimiento de objetos. Una mesilla del Ikea. Los muelles de una cama. Comienza el desfile. Queda claro que no es un bebé con hambre. Entonces dejamos lo que estamos haciendo. «Calla», te dices. «Coge el móvil, que lo vamos a grabar», responde el gato. A ellas las escuchamos en estéreo, dan vidilla. Ellos nos recuerdan a un becerro que aspira hacia dentro. «Joder, la vecina está follando». Y todo se detiene porque la vecina, esa que no para de hablar entre semana, grita y retuerce los pies de placer. O eso deseamos. Nuestra paja depende de ello.

A mí siempre me ha gustado este espejismo del sexo al otro lado. Me saca del Pornhub y la historias a las que recurro desde hace años. Cuando los vecinos follan —o parece que follen— me los imagino con mejor piel, poco abrigados, más felices, más guarros. Además tienen flexibilidad, arriesgan, se rozan como a mí me gusta, manchando sus sábanas, pero dejando las mías impolutas. Es una pena que la cosa dure poco. De media… diez minutos. Luego hay un silencio en todo el inmueble que tampoco se corresponde con las horas, como si todos los vecinos fueran conscientes de que aquí folla todo el mundo menos ellos. El problema es que es verdad. Debería ser obligatorio escuchar follar a los vecinos. Debería serlo.

Ilustración: Lena Fradier

Del peligro de la carretera

Terminaron el concierto tarde. En lugar de irse a descansar, decidieron conducir de noche. La carretera está llena de trampas. Cerca del destino se produjo un choque. Dos vehículos. Y un pitido. El resto es un sueño silencioso. Fue el 14 de agosto de 2016, pero el accidente del grupo Supersubmarina perdura en la memoria de muchos técnicos y músicos que deben desplazarse cada fin de semana. Viene con el trabajo. Te mueves, montas, se toca alto y la cerveza desaparece. Después se respetan las ocho horas de sueño. El grupo ha dejado una huella en la gente que no olvida. También un zarpazo en el asfalto de la carretera.

Pregúntale a cualquiera que conozca el oficio de girar. Durante muchos años se han cometido barbaridades. Un concierto siempre fue una celebración, aunque no venga nadie. También es un trabajo. Por eso la gente bebía y se drogaba, también los conductores de las furgonetas. Incluso los hay que iban de empalmada. Había que volver y si tienes poco público lo más rentable es recoger e irse. Los hoteles son carísimos. La carretera termina en una cama. Los miembros de Supersubmarina pueden cantarlo. Nino Bravo, Tino Casal, Cliff Burton, Marc Bolan, Duane Allman, no. Pero siguen vivos a nuestra manera.

Puede que el «quinto Beatle» sea la carretera. A ella se le han dedicado muchas canciones. En algunos de sus tramos hay flores secas y cruces. Las cosas han cambiado en esta pequeña industria. El conductor descansa sí o sí. De lo contrario, se saldrá más tarde. El público solamente ve el humo y las luces sobre el escenario. Detrás hay horas en una furgoneta, con los cascos y la armónica de Dylan. Amanece en ruta. Cuando la música deja de ser eso que hacías para divertirte con tus tres amigos suceden otras cosas. Algunas bonitas, otras mala suerte. Me alegro mucho de ver al Chino, a Juanca, a Pope y a Jaime con ganas de seguir viviendo. La música siempre nos palpita. En el arcén, en el silencio, con el viento de cara. Y no pide nada a cambio. Todo lo contrario que la carretera.

Ilustración: Ryo Takemasa

Lo extraordinario

Esperamos cosas extraordinarias. Y nos equivocamos. Porque cumplir un sueño consiste en dormir ocho horas, solo o con alguien que te gusta cerca. Ya es mucho. Nuestras aspiraciones representan una forma de negar la realidad. Lo importante consiste en abrir los ojos por la mañana, cepillarse los dientes, masticar un puñado de anacardos, vestirse bien, salir a la calle y mirar el sol a través de las copas de los árboles, regresar a casa, tocar las teclas blancas del piano y esperar a que anochezca. El simple acto de vivir es, en sí mismo, algo extraordinario.

El pasado está sobrevalorado porque somos incapaces de comprender lo que nos sucede en el momento en que sucede. Necesitamos tiempo e hilo. Es extraño que todos lleguemos a la misma conclusión con vidas tan antiguas, tan distintas. Quizás el simple acto de vivir y caminar erguidos no sea tan simple y haya que desentrañarlo equivocándose, con paciencia, sin esperar nada. Así se forman los diamantes, sometidos al calor y la presión exactos. Así permanecen bajo tierra, hasta que un día, alguien termina exponiéndolos en una vitrina. Adiós a todo lo extraordinario alrededor del cuello.

Las personas con un aspecto extraordinario suelen tener conversaciones de lo más común y lo extraordinario consiste en superar una infancia de golpes y tristeza, una adolescencia programada, una edad adulta en la que todo lo que habías planeado se fue al traste. Y a pesar de todo, aún respiras. Amalia Bautista lo dejaba escrito: «Son poquísimas las cosas que de verdad importan en la vida: poder querer a alguien, que nos quieran y no morir después de nuestros hijos». Con las palabras se puede inventar otro mundo, un mundo extraordinario que desaparecerá, aunque mantengamos los ojos bien cerrados.

Ilustración: Guy Billout