Los animales

Ya no se recluta a las bestias para la guerra. Se acabó eso de cargar muerte y suministros sobre elefantes y mulas, palomas y camellos. Ahora la munición y las noticias las transporta el hombre y la fibra, jóvenes con rodilleras en su defecto. Los gatos ven pasar lo trenes de la tristeza y siguen a lo suyo, buscando esquinas en la que dejar su olor, pidiendo comida detrás del cristal. Maúllan en un frío sólido, como de soga alrededor del cuello, ajenos a los límites fuera de su cerco de leche. Será por eso que mujeres y niños buscan hogar en camas de países vecinos. Extraña geografía del horror. Fieras nosotros.

Como un gato observo a los caballos desde la ventana de una casa de campo. Duermen, aunque podrían estar muertos. Un hombre agreste se acerca a la parcela y grita algo que no llego a entender. Así reviven las mal llamadas bestias, porque los verdaderos animales ocultan su vergüenza en uniformes, arrebatan a la fuerza lo que pertenece a los que ya se fueron, a los que resisten y a otros que vendrán con lágrimas y patria. Las únicas fronteras son montañas y valles, bosques y mar. Así lo confirma el perro a mis pies.

Levanta la cabeza, gira sobre sí mismo y me observa con cara de recién nacido. De alguna forma nos entendemos sabiendo que no hay por qué gustarse. Así comienzan las grandes historias de amor. Mientras, el sol sale de detrás de una nube y ellos, el gato, el caballo y el perro, los tres, respiran un aire de paz. Domésticos sí, pero también indomables. Entonces llego a la conclusión de que son los animales los únicos que miran de verdad, siempre al ventrículo, porque sólo ellos saben lo que está sucediendo, que es la vida en el mal sentido de la palabra.

Ilustración: とつかみさこ

Los gatos de las mujeres con gatos

Desde tiempos inmemoriales, los gatos y las mujeres han formado parte de la mitología secreta del ser humano. Representaciones del misterio, reinas sumergidas en leche de burra, criaturas de mirada huidiza, guardianes de un espacio vital que no siempre obtuvo la visibilidad que merecía; resurgen ahora en todo su esplendor, bajo la luz de un prisma nuevo, más humano, menos raro.

Y es que allá por donde mire veo mujeres y mujeres con gatos. Están por todas partes: en las stories de Instagram, en las fotos de poetisas y directivas de empresa, sin pelo y con morros chatos, entre mantas de vivos colores y bebederos de acero inoxidable.

A pesar de ello, los hombres siguen insistiendo en que no hay manera de entenderlas. Ni a ellas ni a su relación con esos felinos imprevisibles que se alegran de verte a su manera, sin mover la cola pero contando una historia enredada entre maullidos. Dicen que están locas, que por eso están solas y encuentran en los gatos la compañía que la vida les niega.

Quizás sea una cuestión de mirar despacio, de leer los pie de página de unas señales que, a pesar de clavarse como uñas afiladas sobre la piel, terminan relegadas a los confines de reinos bajo la cama. No sé, no me gustan los gatos —tampoco los perros ni las palomas— pero observándolas a ellas los entiendo mejor. Joseph Mery tenía razón: «Dios creó al gato para darle a los hombres el placer de acariciar a un tigre.»

Y la luz de los gatos ilumina mi vida de hombre triste.