Sobre la bondad

Menos verdad, ser buena gente, que la bondad sea lo único que queramos imitar. Lema a tatuarse en tinta mágica. Porque conducir un Tesla, el cubo de basura para bricks, comprar justo… demostraciones que apuntalan la reputación, algo vistoso. La bondad, en cambio, va del tórax al cerebro, florece a oscuras como forma de inteligencia poco reivindicada, humilde. Se siente, es algo sin llegar a concretar el qué. Mano, ¿la sombra que da agua a los perros?, palabras sinónimo de abrazos. En ese punto de encuentro, la razón se sorprende de lo que es capaz de hacer por sí misma. Hacer el bien, ¡qué mejor forma de deshacerse estando vivos!

Bondad para que la felicidad comparezca en esas personas de las que la gente habla. Todo altruismo pues se prescinde del interés propio para ampliar la satisfacción de una hermana, de un pez, también de un enemigo. Bondad envuelta en la gratitud que crece mal en las alturas y vive apegada al barrio como extensión de este mundo de muchos. Bondad frente a barbarie, bondad contra likes, bondad en el espejo cada día. Bondad, qué bonito nombre tienes.

Siendo bueno la aspiración de ser mejor se acerca. Salir ahí fuera, luz, más luz, observar lo que no nos gusta, que es mucho, moldearlo para convertir la estupidez en un intento de remedio. Es posible racionalizar el sentimiento, creo, con paciencia, paciencia bis y hábito. ¿De qué hablamos cuando hablamos de bondad? De amor en acción, de virtud, de empatía en las costuras. También del único trabajo al que merece la pena consagrar la siesta. Superioridad bien entendida. Ser bueno en el buen sentido se parece poco a hacer el bien. Qué mal endémico tan grande no intentarlo.

Ilustración: Guy Billout

La adicción a los likes

Es el fenómeno que asola a la humanidad desde que su relación con la tecnología traspasó el límite recomendado por prescripción médica. Porque si te levantas y el primer gesto, antes incluso de hacer pis, es mirar Facebook o Instagram —»obligado» en gran medida por la necesidad de dormir— entonces es que se ha operado un cambio en ti, y la dimensión de carne y 206 huesos se completa, de alguna forma un poco extraña, gracias a la virtual. Lo has adivinado: eres un adicto.

El problema de fondo, y esto es algo que se evidencia con más fuerza entre los impúberes del chandal y las mallas nacidos dentro de la marmita del iPad, es la tendencia a realizar las actividades correspondientes a esas edades —fútbol, tocar un instrumento, masturbarse y bailar, fundar una empresa— con el fin de aumentar su nómina de seguidores, como si de pronto y sin avisar el disfrute del proceso quedara relegado a un fin que ya no es pasárselo bien, follar o hacerles recuperar la confianza perdida al ser expulsados del útero materno, sino mostrar a los colegas una aceptación a la altura de su ego.

Porque los likes son la nicotina de este tiempo-humo, precisamente perdido, medida de felicidad inoculada por empresas billonarias con la inestimable colaboración de millones de cobras al son de un móvil hipnótico, yonkis con papelas de litio, criaturas biónicas —segregan espuma por la boca si no hay WIFI—, ajenas al paso de los coches. Y es que, sin ser conscientes, formamos parte de un turbio negocio que suministra acceso ilimitado al conocimiento y a la posibilidad de sentirnos menos solos, precisamente algo que en ningún caso termina sucediendo.

La recompensa es un número obtenido gracias a la irresponsabilidad off-line de otros desconocidos, suministro de dopamina on-line con la forma de un pulgar hacia arriba, ¡y todo eso fijando la vista al suelo y con el móvil pegado a la mano!, probablemente la imagen más repetida de un mundo a la búsqueda de una cura caída del cielo… y en 5G. Alguien se hará rico con ella; cuando así sea ya estarás un poco más muerto.