El llanto

Hay en cada llanto un grito. También una forma de trascender palabras, personas. Mientras la risa nos eleva, su antónimo (en principio) nos reafirma de una forma rara, como si lágrimas, oxígeno y vida fueran una misma cosa. Es más, puede que sea más beneficioso porque ahorra agujetas en el vientre. Nada que ver con la debilidad, todo lo contrario. Llorar implica concretar las fuerzas en la boca, regresar a uno mismo en su forma neonata, igual que la luz se crea tras la lluvia. Nada de llorar para mamar. Llorar para seguir riendo, llorar porque sucedió. «Llorarse» de uno mismo, ese placer tan poco reivindicado.

Mucho se ha escrito de la risa, casi nada de su pariente más cercano. Parece venir envuelto en la vergüenza: «si vas a lamentarte que sea a solas». De pronto, el corazón se mueve hasta los ojos que laten, que recuerdan al océano. Tras esa marejada, llega una calma a medias, la sensación de que todo ha sido un sueño. Toca levantarse, limpiarse la nariz por dentro y a otra cosa. Cierto, al llorar algo se deja atrás, también un poco de uno ya muerto.

Sorprende ver a gente llorar por la calle, casi tanto como ver hacer pis a un tonto en un portal. Reivindiquemos el lema de Lorca, aquel de llorar porque nos da la gana, como el que bebe agua o suda. Plañir como síntoma de salud. Después dormir. Hay que aprender a hacerlo no por los que ya no están, sino por los que estando se marcharon a otra parte. Llorar, precisamente porque el llanto, como las montañas, está aquí por algo y es nuestro.

Ilustración: Guy Billout

¿Quién no ha llorado por la pandemia?

Durante este último año, periodo de tiempo tuerto y vago, muchos de nosotros descubrimos un mundo que, o bien había pasado desapercibido, o directamente desterrábamos; hasta ahora. Así algunos se han dedicado a cocinar pan, otros han participado en webinars —probablemente la palabra más repetida junto a muerte y COVID— y la gran mayoría analizó el gotelé de las paredes para llegar a la conclusión de que la vida de las plantas es un viaje comparada con la de los humanos. Lo único que no hemos podido hacer es bailar bajo lámparas de espejos, bonanza de psicólogos, gimnasios y confesores. Sin embargo, hay algo que nos une a casi todos —quedan excluidos algunos heteros cis—: hemos llorado. Y mucho.

Ojo, que las lágrimas también van por dentro. Aquí de lo que se trata es de lamentar la pérdida a todos los niveles. Abuelos, padres, madres, hermanos, amigos cercanos o de oídas, el invierno, dos primaveras, un verano y el otoño, esos días antes de estos días. Incluso algunos han llorado por los negacionistas, quizás por pudor, quizás porque si las lágrimas brotaran nadie sería capaz de detenerlas. Por eso que ya nadie menta las sequías ni la lluvia, ni siquiera los del pueblo, y el rocío aparece en nuestros párpados.

Seguimos de pie a pesar del llanto, seguimos caminado con la vista húmeda. Porque hacerlo significa respirar con mascarilla y la rabia se confunde con la pena y la esperanza. De pronto, las canciones tristes adquieren un nuevo sentido y las alegres directamente se pasan de tristes. Resulta que todos los dolores son iguales, sin embargo, cada uno los duele a su manera. Decía Lorca aquello de «quiero llorar porque me da la gana». Después de hacerlo empieza una sonrisa.

Ilustración: anónimo