Todos nos vamos a morir. Mimi Parker, en cambio, se calló. Silencio. Tocaba en un grupo venerado por sus melodías tristes, un poco de ninguna parte. Porque la música es aquello que sucede dentro, nada que ver con el confeti. Ella era Mimi, sí, pero también la voz de Low, un poco la nuestra. Porque los cantantes no pueden separarse del tono, de sus inflexiones y el énfasis en las palabras, al igual que es impensable escuchar al mismo grupo sin uno de sus miembros… excepto si es el bajista el que se muere. La voz, la suya, pronunciaba nuestro nombre en una escala, llamaba a filas por la paz, concentraba la personalidad de una mujer ahora ya muda. Quedará su eco.
No todos podemos ser cantantes. Otra cosa es cantar. La voz nos crece y en ella vamos creciendo, conociendo este mundo raro. De ahí que las cuerdas vocales se estiren. Agravarse; envejecer lo llaman. Así mantenemos a los monstruos a distancia, inspirando miedo. La de Mimi hacía todo lo contrario. Ella cantaba suave, casi un susurro, alejaba la garra y lo que duele. Ahora descansa bajo la tierra sin llegar al cielo. El olvido se encargará de que nadie recuerde su mirada con los años, su olor, esa mata de pelo. En cambio, su voz seguirá insuflando rumores de vida. La tristeza puede ser tan hermosa…
Resulta que, a pesar de la capacidad de hablar, muchos carecemos de voz propia. A esa misión diaria se encomendaron músicos y afinadores de pianos, escritores y cineastas. Casi todos fracasan porque esa voz no llena espacios, ventrículos, tiempo como trucos de magia. Mimi cantaba y una minoría prestaba atención. Me pregunto qué harán esos mismos ahora que calla. Ya lo dijo un gallego: «Sin voz no hay lágrimas». Y es mentira.

Ilustración: http://www.klauskremmerz.com