El mal sueño de «todos los conciertos inolvidables»

Es curioso como la comunidad de músicos —creadores hipersensibles en los márgenes de una sociedad aquejada de sordera— replican comportamientos que los emparentan con cualquier influencer de Instagram o un funcionario de la Secretaría General de Transportes.

Y con esto no me refiero al uso indiscriminado de «robados dolosos» en cuclillas frente a una masa estrábica —en ocasiones «aumentada» con Photoshop—, ni siquiera a las tendencias en materia de equipo que los arrastran a utilizar las mismas guitarras, los mismos pedales, los mismos módulos de sampleo y percusión o esas camisas de palmeras tan poco favorecedoras adquiridas en Asos. No.

El problema al que se enfrenta el músico en España, además de la precariedad, los desplazamientos en furgoneta, el exceso de fe en canciones intrascendentes, la obsesión por el éxito (manufacturado), los pantalones pitillo, la alopecia, la ceguera y la envidia, la animadversión por Izal y el regreso de Nacho Cano —no hacía falta, de verdad—, es la percepción distorsionada de sus propios conciertos. Basta con leer el pie de foto, colección de plantillas del género: «no hay palabras para explicar el concierto de ayer», «todavía estamos flotando», «recuperándonos de los sucedido anoche», para plantearse si en realidad no estarán sufriendo una sobredosis de endorfinas con efecto distorsionador de la realidad, lo que vulgarmente se conoce como «el mal sueño de todos los conciertos inolvidables».

Resulta que la música no está exenta de intrascendencia y, por desgracia, la tan manida magia surge con la regularidad de un cometa, en uno de cada X conciertos, instante fugaz envuelto en la memoria dañada de unos músicos que hacen de la felicidad del oyente un trabajo diario… en el mejor de los casos. Lo de bailar al terminar de tocar no cuenta y se computa como pesadilla.