Ya nunca estaré sola

La soledad da más miedo que la muerte. Ese miedo es el que arrastran los amigos a la espalda, cuando miran desde abajo y tienen que volver a casa solos. En casa nadie los espera, o si hay alguien nunca los espera a ellos. Los perros dan amor para ser alimentados; los gatos necesitan su ración de pienso. Porque la soledad llega a disfrutarse y al disfrutarla alguien la sufre. Todo depende de la vida y sus necesidades. Ana dice «ya nunca estaré sola». Sabe que es mentira. Se está sola también siendo una madre, porque la maternidad es un sueño. ¿Y cómo soñamos?

El problema de estar solos son los otros. Uno termina por acostumbrarse a sus ojeras, a su cuerpo bajo el agua, pero a la estupidez ajena… Poco a poco, las prioridades de la soledad intercambian personas por animales, animales por cosas. Al fondo, el tiempo. Queda así en una balanza de todo lo invisible: cosas y animales. Ana sabe que, en su soledad, ella es alguien. Para la masa, Ana siempre estará sola. Ni diosa ni bestia, fieramente humana, fieramente sola.

No hay nada mejor que estar solo. Sentirse solo es sinónimo de pena. O se comparte o uno se muere, aunque crea que evitando repartir el aire se vive dos y hasta tres veces. Qué poco sabemos de la soledad, cuántas cosas sabe ella de nosotros. Si me dan a elegir entre un mundo para mí solo y un mundo contaminado por la gente prefiero lo segundo. Siempre. En la soledad hay risas, cine, plantas frente al sol del mediodía. Entre la gente queda lo único que nos da sentido. Ana, que la soledad te deje sola. Por fin podrás reír estando acompañada.

Ilustración: Guy Billout

Ni el viaje ni el destino

Mantra en muchas bocas: «Disfruta del viaje; el destino es lo de menos». Lo escriben profesores y mendigos, pilotos de avión y algún fantasma. Pues bien, casi todos se equivocan. Y lo hacen porque el movimiento, con su paisaje horizontal, el traqueteo de los trenes y las cuatro estaciones dentro de una ventanilla sirven de poco sin alguien cerca. Sí, la soledad del corredor terrestre tiene su épica, pero palidece ante la posibilidad de compartir sorbos, pinchazos y un sol púrpura despidiéndose del mundo acompañados.

Todos necesitamos compañeros locos por no morir, esos que explotan como arañas entre las estrellas, que laten y nunca quieren arrastrarse o ser fardo. Con ellos podemos comer, escupir dentro de un pozo, buscar manzanas que recuerdan a la luna llena, estar tristes sabiendo que no importa, reírnos alto y de nosotros juntos. En definitiva, la compañía es el único ejército acreditado, la rosa con la que matar el tiempo. Los años fueron los pétalos, el recuerdo trae la única lluvia que no moja.

Estar acompañados implica estar en otro, salir de uno para ser, por fin, uno mismo. Y el viaje. Bueno, está el cielo pintado sobre el mar en plano, una nube con la forma de un descapotable, caballos pisando nieve en la montaña. Tras la curva espera la cama y lo que parece cura. La realidad indica lo contrario. Con el último aliento de vida, nadie recuerda Holbox o París en mayo. La postal, con su arena y sus tejados hechos de brisa, trae a otra persona, un amigo o una amante que da sentido al impulso de todo lo vivido. Ni el viaje ni el destino; la compañía, siempre la compañía.

Ilustración: Guy Billout

¿Es posible enamorarse de un desconocido?

Claro que es posible enamorarse de una desconocida, Luis. Sucede por obra de la química. Todo en una noche corta, con su baile y un desayuno nunca consumado. En eso consiste el enamoramiento, en moverse hacia la luz de alguien que nos representa y vive en otra parte, dentro de los párpados y aún más lejos. La música apaga el ruido, el mundo arde en respiraciones tibias. Será enamoramiento si necesitamos ser correspondidos a cada segundo. De lo contrario, no habrá menciones a los hijos o a un matrimonio cara al fuego. El enamoramiento es ahora, todo ahora, aquí todo. Y estas promesas solo se le hacen a una extraña.

Su nombre envenena los sueños y el tiempo pasado estando juntos. Regresa a las sábanas como la saliva. Solamente al conocer a alguien de verdad sentiremos el amor como cuidado diario. En el enamoramiento se hace patente la destrucción de dos que dejarían todo y quieren saber todo de una incógnita: comidas y ayunos, nombre, flores de mercado y apellidos, hora de nacimiento y una previsión exacta de la muerte. Será enamoramiento si se cuenta a los amigos y al espejo. De pronto, quedar no cuesta, aunque sea al otro lado del Atlántico. Adiós, pereza.

Recomiendo el enamoramiento como experiencia única. El cuerpo deja de doler, la cabeza palpita con cada mensaje, la dopamina pinta de rojo los domingos. Y uno, por fin, está de acuerdo con la vida. Aparece el miedo. Pero un miedo por la pérdida del otro, miedo de que no conteste si le llamas, miedo de no poderle hacerle una canción de miedo. Y decir te necesito alcanza la gloria del pan de cada día. Por fin sentir parece justificado. Ella no está, Luis. Pero ella soy yo. Y a los dos os quiero.

Ilustración: Guy Billout

Sobre el jet lag

La vida moderna es un tránsito de husos horarios. Desde el avión divisamos la Tierra plana, llena de peces. Mientras, la luz o su sombra rompen el ritmo circadiano. No hay separaciones ni fronteras en un mundo de culturas tan locales, tan de todos. De ahí el grito entre el cansancio y esta vigilia de espejos. MadridCDMX en cuatro películas y un viaje al baño. En el siglo XIX, los aventureros tardaban cinco meses. Ahora, la distancia se mide en un plato de pollo con arroz sin gracia. De postre, el Sol desde el oeste. Y sueño que no cansa, vida y sueño.

En este estado de ensoñación permanente el sopor se confunde con los Uber. Uno come, pero quiere dormir y cuando duerme tiene hambre. El árbol intercambia sus hojas por bandadas de pájaros. Un curandero rocía con humo la cara de una americana. El futuro fue esto. Porque todo es pasado en México. La extensión del tiempo dentro de un enchufe, en sopas de mazorcas de maíz y en esa reverencia de ojos negros. Nace un no espacio con cada respiración. Faltarán horas de vida.

Cae la noche. Salsa verde en cuerpo y párpados. Al dormir, algunos sobrevuelan esta ciudad de jacarandas y guacamole. La amnesia siempre hacia delante. La memoria en el asiento del copiloto. El alma atrás. A las cinco y media de la mañana, el extranjero abre los ojos, pero no despierta. En ese limbo se sucede. Si pudiera, borraría el punto de partida de los mapas. El destino le expulsa cada vez un poco. El cuerpo que viaja a la velocidad de un avión es incapaz de dominar la mente apegada al suelo. Nadie puede dominar el tiempo. Nadie pudo conquistar América. El mundo, mientras, vela, por fin existe, refleja otros universos en ninguna parte.

Esa tendencia nuestra al suicidio

«Ama y haz lo que quieras». Lo dijo un santo. Después amamos teniendo en cuenta el mal rato. Despojado de su parte de vida, de vuelo y complacencia, el enamoramiento expone esa tendencia nuestra al suicidio. Porque uno puede ahogarse, saltar desde un octavo y tragar cianuro sin hacer ninguna de las tres. Basta con enamorarse de la persona equivocada, esa que, desde el primer parpadeo, da sentido a nuestra existencia sabiendo que acabará con ella o una parte. Sí, a veces, el enamoramiento es la peor forma de maltrato en todas partes.

Porque sólo los mediocres se conforman con vivir un enamoramiento sin épica. Queremos caballos salvajes, sexo que convierte el sexo pasado en deporte, latidos de casa con piscina, mar y hasta un perro, traslados en taxi que equivalen a una vuelta al mundo, electricidad, ruina. El resto, más lento y viejo, está muy bien, pero ¡qué importante es perder la cabeza y sentir sabiendo que la muerte espera! Amar como deceso, morirnos como vivieron los románticos: llenos de vida.

Imitar a un kamikaze, rendir homenaje a Thich Quang Duc sin gasolina, nunca ponerse de lado, saber que uno se hace un flaco favor cayendo en la trampa… y disparar. Eso sí, no confundirlo con el amor lejos del ser amado. Eso va de estar cerca, muy cerca, en cuerpo y mente, todo el rato, de comer sabiendo que lo mejor sería pasar hambre con el otro en los huesos y en la cama. Perdemos la cabeza y el pecho porque alguien rebela lo mejor de nosotros, nuestro soplo de vida en esta Tierra. Resulta que el planeta era eso, un corazón sin freno. Y estalla con nosotros dentro.

Ilustración: Eric Petersen

Eso que me recuerda a ella

No puedo elegir mis recuerdos. Algunos duelen. Otros son suaves, traen paraísos perdidos y un verano. Entre todos los recuerdos hay algunos recurrentes que siguen siendo vida, aunque esa vida exista en otra parte. Los más intensos tienen que ver con ella. La recuerdo en el pelo hasta la cintura de mujeres caminando por delante de mi. También en un cigarro entre dos dedos, el aire y el humo, en los abrigos rojos, en una caricia sin apenas ruido. Es posible empeñarse en querer a alguien. Es imposible querer olvidar cuando el recuerdo da sentido al mundo. Soy yo el que gira y gira y gira.

Al principio, luchaba contra mi memoria. Se supone que para levantarte debes borrar al otro, dibujar un nuevo contorno al que añadir colores, formas y hasta una sombra. Pero es mentira. La única manera de encarar lo próximo se construye con restos del pasado. ¿Cómo es posible florecer sin otras estaciones cálidas? Los ausentes nunca dejan de latir. Los recuerdos detienen el tiempo. Nosotros en medio. Al fondo, el cielo con su abismo.

Nunca dejaré de recordarla. Sin embargo, puede que la olvide. Me acuerdo del sonido de su risa, de sus andares ebrios, de su forma de dar las gracias con cada respiración. Poco a poco, la ausencia es casi un juego. A veces está, otras veces me roza. Primero dejé de llorar. Luego, los sueños fueron desapareciendo. Algunos días, ella me trae un ramo de tristeza. Otros, petunias, geranios y prímulas. Me va a acercado al mar. Encontraré mi reflejo en la corriente de los peces. Será por ella.

Ilustración: Choi Haeryung

Que sea fácil

Puedes verlo en los ojos de la gente: «pero que sea fácil», repiten. Entonces resulta inevitable pensar en el qué, porque, excepto la muerte, pocas cosas vienen dadas. Y menos aún las importantes. Con facilidad se adquiere lo preciso en la vida, aunque tendamos a confundir comodidad con fluidez entre tantas dificultades adquiridas.¿Alguna vez una relación fue fácil? ¿Fue fácil tocar el Preludio No. 1 de Bach en Do mayor? Define la palabra fácil. La facilidad es un destello, un poder, la esperanza de un mundo en el que todo es sencillo menos compartir espacio, aire, día a día.

Normalmente, este «que sea fácil» viene acompañado de una fotografía en un campo de lavanda. Fue fácil porque invertiste tiempo y cuidados en convertir una pista de hielo en un sillón orejero. Sucede lo mismo con las plantas. Necesitan música por los pasillos de casa, luz de lado, agua, palabras de ánimo, inquilinos que bailan frente a la ventana. De lo contrario, se marchitan o algo peor: mueren de pena. La facilidad nos llega con el hábito. Y el sol florece.

Cuando sea mayor todo será fácil. Mientras tanto, dedico el tiempo a entender ese empeño por la facilidad, convencido de la importancia del obstáculo. El peldaño como montaña, el charco a nuestros pies como océano, una nota preludio del silencio. Nada que ver con complicarse, sino con la certeza de que esquivar la traba nos traerá problemas. No quiero nada difícil, pero tampoco olvidarme de esta máxima: «es fácil amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar». Tan sencillo como eso.

Ilustración: Guy Billout

Tu frigorífico eres tú

Abrir un frigorífico es desvelar un secreto o un desnudo. Porque dentro de esta caja fría hay dietas, un trozo de brócoli embalsamado y el único algoritmo con vida. También procesados, familias felices fuera de plano, desgana y falta de tiempo para lo importante: comer, amar, comer y amar. En la nevera de la imagen cada balda representa un hábito. Arriba, con su queso y una loncha de salmón noruego, el sueño. En medio, esa pasta rellena de nueces y lo que parece pera, nunca plátano, música. Más abajo, mantequilla y un limón cojo. En el subsuelo, patatas cocidas, escarcha y aire. El usuario de esta nevera está en pleno tránsito. Y no llega.

Ante el vacío, uno recuerda esos frigoríficos hasta la bandera. El blanco apenas visible entre tanto verde, todo por colores y calorías, leche de origen vegetal, animal y otros, y una promesa de que el mundo no pasará hambre. La responsabilidad es un frigorífico lleno. Los frigoríficos vacíos recuerdan tiempos de escasez. Luego están los frigoríficos tristes, eternos aspirantes a granja consumida por la desgana y el ambiente de los supermercados. El estado de tu frigorífico es el estado de tu mente.

Hay días en los que Dios o sus restos se nos aparecen. Sucede al llegar tarde o muy pedo. Ante la nada siempre encontramos una nueva combinación hecha de frío: chorizo con sardinas, patatas para empujar y nata montada con un mango. Engullimos. Después, dormir es aquel juego de juventud. Dime cómo es tu frigorífico y te diré quién fuiste. Ahora toca ir a la compra para reconstruir una vida acercándose cada día un poco más a una nevera portátil, al mar como única despensa. Y adiós, tristeza.

Gracias por las rosas, gracias por las espinas

La gratitud tiene que contagiarse. De lo contrario, no sirve. La única condición es ser agradecido sin esperar la aprobación del mundo, agradecer como el que pronuncia su nombre o mira al cielo. Movida. Pasamos mucho tiempo esperando que nos recompensen por el daño recibido o el amor dado, mirando con desdén a gente que recoge un premio. Cuesta llegar a una conclusión tan evidente, quizás por tener miedo a la muerte estando vivos. Lo digo en alto: gracias por las rosas, gracias por las espinas.

Disfrutar del rojo de los pétalos implica pincharse y desangrarse. Tiene que ser la experiencia completa, con su playa y sus hoyos, con sus daiquiris y el tedio del día a día sin épica. Porque dar gracias a la vida cuando te da poco o algo que nunca deseaste es la forma de humildad más elevada. «Gracias por este curro de mierda, gracias por esta prótesis». Martillos. Turbinas. Ladridos y chubascos. Estamos vivos. De ahí el agradecimiento.

La desaparición de los seres queridos viene con una lápida y un gracias. Padre ya no existe, pero conocí mejor a madre en su ausencia. Maya ya no está, pero reconozco la razón de haberla amado. Al morir algo dentro de nosotros alumbramos un trozo de vida que va tomando forma muy despacio. Amigos, hermanas, luz al fondo y manchas. El juego termina demasiado rápido. Después, el sol y la luna vuelven a la misma caja. Parece que todo fue un milagro. Y lo somos.

Ilustración: Bo Bartlett

Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register