Sobre el interés en las relaciones

Todos queremos sentirnos útiles, hacer el bien entre tanta porquería, ser hombro, latido y hasta báscula. Si servimos para algo más que para nosotros mismos o nuestros fines, entonces el mundo parece menos amenazador, más redondo dentro de nuestra pupila. Hasta que, una mañana o una noche —durante el día normalmente se trabaja—, nos sentimos utilizados. Fuimos un rato bajo las sábanas, saliva en un banco del parque, ese medio para un fin consentido. No contábamos con el desinterés de la otra parte. Ni siquiera se dignó a escribirnos un mensaje o dar señales de vida en cuarenta y seis horas. Y eso duele.

Comienza un proceso en el que el «nosotros» del principio (dos adultos volviendo al instituto) desaparece dejando un «yo» desamparado. Así, el servicio mutuo imita al intercambio y éste a una mercancía. El horizonte brilla menos, es un trozo de carne colgado del techo. Nos muerde el perro de la rabia. El infierno eran los demás y uno no ha hecho nada para merecerlo. La otra persona nos cae fatal, peor, aj. Imposible comprender cómo perdimos un tiempo que hubiéramos empleado en ver series. Ahora esa persona es un recuerdo crónico de mala hostia. Gracias.

Estamos tan acostumbrados al premio y al castigo que se nos escapa la estrecha relación entre el enamoramiento y el interés. Podemos resumirlo en una frase: nos pillamos de nosotros mismos en presencia de otra persona. Cuando esa persona desaparece somos incapaces de soportar nuestro comportamiento, nuestra elección, otro error de una infinita lista de errores pasados y futuros. La solución no está en regalarse flores, ni en sacarse a bailar. Ni siquiera en hablar con uno mismo durante horas. Eso son vendajes. Bienvenidos sean. La solución está en los otros. Y eso duele todavía más.

Ilustración: Andrey Kasay

Lo único que necesito es ver el mar

El mar está sobrevalorado. Por eso necesito mirarlo, solo mirarlo. No quiero traerle lágrimas, tampoco flotar entre las olas o por encima de las bestias, bajo un cielo azul océano. Quiero quedarme en su orilla, ocupar un banco rodeado de corredores con prisa y viejos lentos, entornar los ojos y escupir arena. Quiero respirarlo para entender de dónde viene, para estar seguro de volver a vernos. Porque el mar es al verano lo que el sol a los inviernos, el primer día de una canción de infancia siendo adultos.

Tiene el mar el poder de una cicatriz hecha de sal, el tamaño suficiente para ahogar al mundo y no saber hacerlo. Todos somos hijos del mar, aunque nazcamos en Castilla, cerca de los cerdos. Y regresamos a su vientre para encontrar fuerzas. El mar trae repetición, señales, un momento feliz en la placenta, el horror de la carne de los bañadores y el bocadillo de queso con tomate. Agua de mar, mar de agua salada, agua bendita de plásticos, medusas, barcos. Mar cómplice, mar de herida y espejo y estrellas. El mar, la mar, piélago de sol y viento.

Todos vivimos y morimos en el mar. A él le contamos todo aquello que no vimos, que no fuimos ni seremos. Tal es su poder sin apenas intentarlo. El mar, en realidad, quiere estar tranquilo, librarse de los hombres, las mujeres y los niños, pisar tierra firme y dormir. Inventar a los humanos fue un error. Por eso llora el mar, por eso calla, por eso huye con cada marea y vuelve porque añora algo. Tiene que ser la nieve, el frío, otras tumbas. Sí, otras tumbas.

Ilustración: María Medem

Todo es muy simple

Todo es muy simple. La vida, las horas y la ausencia. Hasta un niño lo entiende mientras juega. Ya están los adultos para recordárselo. «Venga, para casa». Entonces las cosas comienzan a torcerse. Será que las palabras lo complican todo, consiguen que el agua deje de ser agua y se convierta en un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno, lluvia, riada. Qué raro. A la simplicidad se llega con la práctica o la inconsciencia. En ambos casos, el camino es largo. En ningún momento debe ser la meta.

«Mantenlo simple, estúpido», decía mi profesor de inglés. ¿Pero cómo? Nadie tenía una respuesta. Llegan los problemas con los años: ese «menos es más» carente de sentido, «quita lo que sobra para que emerja la escultura, cariño». Pasamos las estaciones dándole importancia a las pequeñas cosas, las mismas que lo hacen todo tan difícil. Tiene que ser la simplicidad la resolución de esa formula llena de variables, incógnitas y estrellas. A fin de cuentas, vivir consiste en nacer, ganar peso, reír mucho, llorar para regar las plantas y el olvido. Simple, pero cierto.

Si el universo es tan elemental y perfecto, ¿por qué ese rechazo de la simplicidad? Cuando algo fluye todos desconfían. Si el amor no cuesta trabajo entonces vale poco o menos. Tan sencillo, tan lleno de matices, tan parecido al romanescu, verdura entre el brócoli y la coliflor. Te lo comes y adiós a la ciencia del cocinero. Somos partículas elementales, por eso le tenemos tanto miedo al fuego y a las sombras. Y nos equivocamos otra vez. Fue tan simple.

Ilustración: Guy Billout

Madrid, ¿y ahora qué?

Cada cuatro años sucede otro misterio de Madrid: una parte de sus habitantes dice adiós, amaga con hacer las maletas, reniega de esta ciudad azul y casi verde. Nadie se explica el resultado. Y es que el madrileño común (sinónimo de extranjero) convive en una aldea gala, pasea desde Malasaña a Alonso Martinez y se agota, cree que la ciudad representa la extensión de su obra y pensamiento. Pero no. Madrid nunca será una gran ciudad, precisamente por ser una ciudad grande con costumbres de arado y pan con chorizo. El misterio de Madriz no es lo invisible, sino lo que dice el escrutinio.

Haced la prueba. Preguntad a los amigos madrileños. Son modernos, van en bicicleta y asisten al teatro, meten los briks, las latas y los plásticos en la bolsa amarilla. En la gris, los restos. Incluso compran libros, les preocupa el medio ambiente y sienten una cuchillada al percatarse del poco caso que se le hace a la gente que pide por vagones. Pues bien, mi ciudad es de derechas. Larra tenía razón al decir aquello de que «escribir de Madrid es llorar». Y el mar no se puede concebir.

Ahora queda seguir esperando nada, y puede que esté bien así, que si Madrid fuera de izquierdas sería la mejor ciudad del mundo. ¿Tendrán la culpa el chotis y los geranios del balcón? ¿Y si fuera el miedo? Hay millones de cadáveres bajo el suelo de Madrid y muy poca memoria. A pesar de todo, muy pocos cumplirán su amenaza de dejarla. Se puede convivir en paz a pesar del drama y la falta de aparcamiento. Lo cierto es que en ningún otro lugar es posible pedir una cerveza para desayunar sin que te miren raro. Resulta que el misterio no reside en las ciudades, sino en los humanos. Y el azul seguirá siendo un color triste porque no le pertenece al cielo.

Ilustración: Kento Ida

Tina, la última salvaje

La gran rueda se ha detenido y Mary sigue ardiendo. Porque no sabemos si Tina Turner era la mejor, pero sí la última salvaje en una industria donde lo que representan sus artistas empaña lo que realmente son. Tina fue Anna Mae, la hija de una madre de hielo, un rayo, un rezo, un ejemplo empapado en sudor. Y no precisamente por sus discos (si alguien recuerda el título de alguno que levante la mano), sino porque convirtió el escenario en tabla de salvación, la suya, la nuestra.

Estando viva dijo «esto es lo que quiero en el cielo: palabras que se conviertan en notas para que las conversaciones sean sinfonías». Nunca sabremos si voló tan alto, aunque la vida mejora considerablemente al escucharla, ella tan libre, tan de la música como milagro cotidiano. Al parecer su infancia y su vejez trajeron un daño irreparable. Entre medias una sonrisa para siempre, cientos de pelucas y la sensación de que algunos cantan mientras que otros cantan para espantar sus males lejos, muy lejos. Algo tendrá que ver el amor en todo eso. Ahora Tina está muerta. Por eso vivirá siempre.

Al escucharla es más fácil creer en la vida eterna, como si su voz desvelara los secretos más profundos. Quizás por esa razón nunca pasará de moda. Ahora volverá a las listas de ventas, sus canciones parecerán recién grabadas y el mundo seguirá a lo suyo, insistiendo en girar en dirección contraria. Cuando sea mujer quiero ser Tina, aurora indómita de un tiempo sin días y sin noches. Se acabó la fiesta, cerramos la jaula, silencio.

Ilustración: Ty Wilson

María y el silencio

María trajo silencio. Se limitaba a acomodar su cuerpo sobre el edredón, el sudor por dentro de la nuca. Luego respiraba por los ojos frente al universo. Bajito, sin esfuerzo, como esos ríos que parecen lagos, tan profundos, tan silenciosos, tan de mar. Su silencio evitaba los malentendidos, convertía las palabras en algo inútil, sucesiones de vocal y consonante que nadie necesita cuando su omisión lo dice todo. Las palabras están sobrevaloradas. Palabra de escritor, silencio de María, ese silencio nuestro.

Hace tiempo que los humanos dejamos de escuchar silencios. Será porque no existen. En ausencia de ruido, el sistema linfático y sanguíneo resuenan imitando a los obreros. Todo es pensamiento, coches, miedo a la desnudez que trae la calma. María descifraba el estruendo de dos que callan, parecía cómoda en un paisaje líquido porque, sin volumen, la vida recupera su dimensión casi sagrada. Shhh.

Dicen que «el camino a todas las cosas grandes pasa por el silencio». No lo creo. El silencio nos permite observar lo pequeño desde el lugar que le corresponde, un espacio donde no somos en el tiempo, sino que el tiempo es en nosotros. Solamente aspiraremos a ser libres si aprendemos a no decir nada. Qué extraño. Todavía escucho a María en esa cama, mirando el techo y por lo tanto al cielo. Eran las diez de la noche de un silencio. Y comenzó a llover ahí fuera.

Ilustración: Simon Bailly

Usar a personas para olvidar a otras

Nadie nos prepara para una separación. Puede que la idea de romperse juntos apareciera en pensamientos fugaces, cuando sacábamos juntos la basura o conducíamos con las ventanillas abiertas. Ocurre y todo lo previsto es nuevo y la inercia de los días nos obliga a seguir hacia delante, «tirando», decimos, como si parar no se nos estuviera permitido. Un clavo nunca sacó una garra. Por si las dudas, nace un espacio sin tiempo para conocer a gente y encontrar destellos de esa sombra antigua, algo que nos conduzca a un lugar que ya no existe y que nos pertenece. El olvido es una forma extraña de mentira.

Entonces las personas se suceden. Cambia el olor, su forma de moverse o de pedir otro ribera, el pelo sobre la cara o corto por los lados. Algunas sirven para follar y desaparecer despiertos, con otras el sueño parece más profundo. Ninguna de ellas sirve porque nada le sirve al que deja de vivir y duela estando vivo. Sí, las personas pueden acumularse como mercancía, unas sobre otras, hasta levantar un muro frente al mundo. El mérito consiste en tratarlas bien o al menos intentarlo. Y surge la duda: ¿utilizamos a las personas para olvidar a otras? Sin olvido nunca habrá perdón. Y todavía no me he perdonado.

Aspiramos a un olvido absoluto sabiendo que nunca llegará, que podemos conocer a todos los habitantes de España, Suecia o México y no será suficiente. ¿Cuántos? Cien, mil, uno más. Este juego de números se parece a observar la lluvia antes de caer, carece de forma y de sentido, expone el enorme vacío dentro de nosotros. Poco a poco tiene que ir colmándose, con amigos y el mar al otro lado, con la esperanza de que las rupturas sirven para acercarnos más a la vida en el buen sentido de la palabra. Lo peor de todo es darse cuenta de que no usamos a las personas para olvidar a otras, sino para olvidarnos de nosotros mismos. Al escribirlo se me corta la respiración un poco.

Ilustración: Klaus Kremmerz

; Abre una nueva pesta

Del éxito a diferentes edades

Decía un fracasado que «el éxito es el punto de encuentro entre la preparación y la oportunidad». Pues bien, este aforismo sirve para un rato. El concepto de éxito se diluye con los años, oscila entre el ladrillo y las pedradas. ¿Os acordáis de vuestras aspiraciones de niños? Viajar a Marte y regresar más jóvenes, ser cirujanos para trasplantar a mundo dislocado o futbolistas recién salidos de la peluquería… Pues bien, eso va quedando atrás, muy poco a poco, a base de desaliento y realidades con espinas, a fuerza de entender que el éxito es un malentendido. Por eso muta.

Tras la fase de conquista, todos nos enfrentamos al extravío. Resulta que vivir es un largo proceso de preparación para algo que nunca llega a suceder, y claro, nos adaptamos. Atrás quedan los flashes y el dinero, más que nada porque muchos quieren una estrella destinada a uno o dos pequeños. Y nadie nos lo enseña. ¿Qué fue de la guapa del instituto? ¿Dónde trabaja el chico de la moto? Ninguno estiró el sueño. Ahora viven en Segovia. No consiguieron disfrutar de lo logrado que fue mucho. Querían más por culpa de una aspiración de pueblo.

Superados los cuarenta cae la máscara, tanto si te fue bien como si aspiras a un cierto grado de tranquilidad. La gloria no viene de fuera, sino de una certeza en las tripas: lo petas cuando te diviertes. Puede ser en un grupo de versiones, paseando a un perro cojo o perdiéndole el miedo a equivocarte. Se es más feliz de viejo porque a ciertas edades ya no se pretende contentar a todo el mundo. Naces, fracasas, recuerdas un mar bajo un sol púrpura y miras a tu alrededor. Rodeado de amigos calvos que te quieren podrás gritarlo al horizonte: tu vida ha sido un puto éxito.

Ilustración: Ryo Takemasa

No me mientas, por favor

«Solo te pido que no me mientas». Y es que la mentira es el mayor temor humano. Luego vienen la muerte y la declaración de la renta, la ansiedad y las tardes de domingo, otros inviernos. Pero ella gana porque implica una forma de fe en el otro más poderosa que una oración. Tantas vidas construidas sobre una mentira, tantas ruinas… de ahí que solo aquellos con buena memoria sean buenos mentirosos. En el fondo, todo el mundo miente, peor o por deporte. A veces para evitar la sangre, otras para ocultar una verdad cruel. Tenedlo en cuenta antes de mentir; «de una bola nunca se vuelve». Siempre con la mentira por delante.

«Vamos a contar mentiras». Sale una media de veinte al día. Mentir a todos a todas horas: sobre ese libro que nunca leímos, con las cervezas y el gimnasio. También cuando decimos te quiero y no queremos, cuando ya te llamarán, cuando llamamos al trabajo enfermos por culpa del alcohol. Mentimos a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros vecinos, a nuestro perro y a la planta que miente de noche bajo la ventana. Y lo peor es que no paramos de mentirnos a nosotros mismos. Será porque queremos parecer mejores.

«El arte de vivir es el arte de saber creer en las mentiras». No somos mentirosos por naturaleza, lo somos por supervivencia. La mentira como talento, la mentira como bálsamo. Encontramos la felicidad en actuaciones y ardides sabiendo que la verdad no le interesa a nadie, aunque nos la reclamen cada día. La mentira nos hará libres siendo presos, la verdad nos dejará solos. La diferencia entre una y otra es que la primera duele muchas veces poco hasta que al final nos pudre. La segunda viene con un gran disgusto. Después paz y silencio. Si tengo que elegir elijo la bondad. Por eso miento.

Ilustración: Andrea Ucini

Rodillas

La primavera trae rodillas. Están por todas partes. Abultadas, asimétricas, llenas de colgajos alrededor de una órbita de hueso, planas, flores, únicas. Somos lo que somos de rodillas y ellas nos trajeron hasta aquí. Por eso pierden protagonismo frente a la escasez de ropa y las piernas de los otros. Fémur, rótula y tibia irrumpen con fuerza en una sola palabra, como si hubieran vivido en la clandestinidad y necesitaran aire, poco espacio en los vagones del metro o en una calle en la que practicar el movimiento hacia el verano. Si tuviera que elegir una parte del cuerpo seria una rodilla. Nunca mienten. Y eso que son dos.

Las rodillas jóvenes cuentan poco por culpa de la prisa. En ellas hay heridas frescas, un tono más de piscina, la posibilidad de llegar al infinito y más allá. Las viejas, en cambio, vuelven de revival, reclaman espacios que dejaron de pertenecerles, traen recuerdos de la primera vez en bicicleta y un padre orgulloso acompañando el giro. ¿Os acordáis de cuando la rodilla era un territorio virgen? Ellas tampoco. Se dedicaron a avanzar y avanzar, impactaron contra el suelo. Y se levantaron. El pasado… para los cobardes.

Todas las rodillas son bonitas. Solamente hay que darles tiempo, observarlas sin prejuicios ni cánones. A pesar de todo, casi nadie está conforme con las suyas. Será porque los defectos (propios y ajenos) comienzan donde terminan esos horribles pantalones cortos. Mis preferidas recuerdan a las conchas y brillan cuando el sol está más alto. Hay mas rodillas que personas en el mundo, representar el deterioro y la materia, siguen a la mente y a sus pasos. Aquel que inventó la rueda le hizo un flaco favor a las rodillas. Quedan cuarenta y un días para hundirlas en el mar. De ahí esta oda.

Ilustración: Alex Katz