Ya no tenemos el chichi para farolillos y mucho menos para inocentadas. Así, la tradición que comienza con una matanza de niños menores de dos años en Judea se convierte —por obra y gracia de una pandemia— en la mañana del «anda, hijo; estate quietecito de una puta vez». En 2021 tirar bombas fétidas en el portal, señalar y gritar «gordo inocente» al amigo gordo e inocente y recortar monigotes con unas tijeras para diestros provoca pocas carcajadas. Seamos honestos, ¿a alguien le gusta que le gasten bromas? Es más; y si a nadie le gusta, ¿por qué empeñarnos en celebrar el día internacional del escarnio? Entonces uno piensa en la diferencia entre hacer reír y hacer burla para hacer reír. El humor evita la sangre, aunque moleste; la mofa se ceba siempre con los débiles.
Anda tan caldeada la cosa que incluso por la calle hay menos sitio para practicar ser «hijoputa». Es más, los niños —ajenos al fin del mundo y esas cosas de mayores— juegan con pelotas de goma que hacen ruido de petardo al impactar el suelo. Corren sin cansarse, asustan a las viejas, llevan al límite a unos padres que reniegan de sus vástagos. Mientras tanto, varios perros dan vueltas en busca de su cola y enfilan una salida al sufrimiento, quizás una ventana. ¡Inocentes!
Entonces llega una señorita con un abrigo blanco y mullido y les dice que eso que están haciendo no está bien. Los niños le preguntan por qué. Entonces la señorita del abrigo blanco y mullido se inclina ligeramente y les explica. Los niños se miran con extrañeza. Llevados por la fuerza de la razón guardan las pelotas en los bolsillos de sus cazadoras. Uno de ellos, el más alto, se encoge de hombros y camina sobre las hojas extendidas sobra la acera, inventa un nuevo juego a pesar de las ganas de hacer pis. Y el mundo entero se mea en el día de los Santos Inocentes.
