¿Por qué votamos a gente estúpida?

Todo el mundo sabe que los políticos gozan de mala reputación, son incapaces de cumplir sus promesas y mantienen una relación íntima con la mentira. Eso no significa que todos sean idiotas, ni mucho menos, pero una gran mayoría, aquí, en Estados Unidos y Nueva Zelanda, lo parecen. Incluso algunos son peligrosos. En esta Superliga destaca la plana mayor de Vox al completo, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Trump y los pirómanos de Orense. Pero ¿cómo es posible que gente estúpida pueda gestionar un país o una comunidad? La respuesta es una mezcla de falsa confianza en sí mismos, la ley de la trivialidad de Parkinson y un proceso muy calculado de identificación con sus votantes. Desarrollo.

Dunning-Kruger revela que cuanto menos inteligente es el candidato mayor es la confianza que transmite —al menos delante de Ana Rosa—, prescinden de los cuestionamientos de la gente leída —ahí Gabilondo y el aburrimiento serían referencia— y se consideran idóneos para el cargo porque, total, al carecer de capacidad crítica mejor obviarla. Así va Isabel Díaz Ayuso por la vida, arrasando al tiempo que sirve bocadillos de calamares. Tareas simples para cabezas… borradoras.

La ley de la trivialidad de Parkinson o el efecto del estacionamiento de bicicletas lo explica aún mejor: los partidos políticos dedican gran parte de la campaña a asuntos triviales. A medida que la dificultad del tema aumenta (la inmigración, las pensiones o la financiación de la Seguridad Social) la aportación de los candidatos se diluye o tienen que leer. De ahí que se tiren titulares como «vivir a la madrileña», «cambiar de pareja y no volver encontrártela nunca» o libertad. Sí, a simple vista parecen conceptos sencillos, pero nadie tiene ni puta idea de lo que significan. Mejor opinar sobre temas blandos y dejarle las nucleares a Tamara Falcó.

Por último, a nadie le gusta que le digan lo que no quiere oír. De lo contrario, el hechizo se rompe. Lo que importa es reafirmar los prejuicios del electorado, mantener ese halo de superioridad sobre la aleccionadora moral de la izquierda, negar evidencias incómodas. En definitiva, caer bien. Isabel sonríe delante de un fondo de flores rojas y estrellas y demuestra que sólo ella es capaz de impedir que la gente se meta en lo que de verdad importa. Y Madrid languidece sólo de pensarlo.

Ilustración: Thomas Matthews 

Yo soy de Pfizer

Cito: «El periodismo musical consiste en gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer». Con este axioma Frank Zappa hacía referencia a la única constante en el comportamiento humano desde que aprendimos a caminar prescindiendo de las patas delanteras. Partiendo del hecho de que todos ignoramos infinitamente más de lo que sabemos, creemos o desearíamos saber, los hay que no saben lo que deberían. De esta forma, políticos, periodistas y colaboradores televisivos en horarios de máxima audiencia demuestran que pasar por alto su propia ignorancia les asegura la empatía denegada a los expertos. El máximo exponente de esta tendencia, asentada en el 2021, es sin duda Tamara Falcó, una que que nada sabe por desprecio al conocimiento. Pero es que es tan mona…

Ojo que como ella hay muchos, tantos que la categoría de ilustres ignorantes se aplica a catedráticos y doctores, precisamente porque de poco vale el conocimiento cuando lo que prima es el alcance de la opinión vertida, los retweets, las visualizaciones, como si lo números legitimaran un contenido convertido en continente. En parte es debido al exceso de información como antítesis rara del conocimiento, a la fascinación que sentimos por los que, sin tener ni idea, prosperan en nombre de la mediocridad.

Si nos ceñimos a la definición de sabiduría, facultad para actuar con sensatez, prudencia o acierto, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que Tamara poco tiene de sabia. También que poco se diferencia de los supuestos dueños de una capacidad intelectual superior a lo que demuestran en sus vehementes intervenciones. Al final los cántaros vacíos son los que más ruido hacen y la estupidez es una cuestión de pereza. La que ella me produce es infinita, la misma que le genero a Tonino con mis artículos. Ella es de Pfizer, yo de Robin. Y así todo.

Ilustración: Phil Jones