Todas las madres se parecen. Todos los hijos son iguales. Solo hace falta detener el tiempo, mirar con calma lo sucedido cuando no dormíamos. Ellas viejas, guapas, nosotros aspirando a ser más jóvenes. Entre medias, esta vida nuestra. Y es que mucho ha cambiado el mundo desde que las madres nos repetían aquello de «bébete el zumo que se le van las vitaminas» o «¿voy yo y lo encuentro?». Quizás todo sigue igual porque es distinto. Madres cada vez más mujeres. Nosotros, hijos, queriendo parecernos más a ellas.
Amar implica querer bien. Y sobre todo comprender. A la comprensión se llega con palabras y paciencia. Por esa razón me cuesta hablar con madre por teléfono. Prefiero sentarme en la cocina de su casa, que madre prepare té y así, los dos, bajo una luz de arena, hablemos para vernos. Madre ha perdido la paciencia que conservo; yo nunca tendré esa mirada verde. Madre decora las paredes, mantiene las ganas y se ríe de las cosas que le importan a los otros. Por esa razón tiene que ser mi madre.
Cuando hablas con una madre te das cuenta de lo poco que pudiste conocerla. El trabajo de madre ocultó sus dolores y sus lágrimas, también sus deseos. Puede que se queje de la espalda, pero se reserva la parte buena para el hijo. El hijo casi nunca tiene tiempo o le echa en cara la libertad recibida siendo niño. Madre siempre está, aunque es probable que quisiera irse muy lejos, vivir otros futuros y no este. No pudo y no supo. Las madres enseñaron a las sombras la fidelidad. Cuando hables con tu madre, pregúntale cómo está. Siempre mienten. Cosas del amor que nunca muere, de ese amor de madre siempre.

Ilustración: Taku Bannai