Resulta macabro comprobar cómo la muerte de los mejores nos saca de este atocinamiento en bucle de cuyo nombre no queremos acordarnos. Así van cayendo, en fila india, y hoy, como no podía ser de otra manera, le ha tocado el turno a un tal Son o Sin o Sean Connery, probablemente el único calvo hirsuto con la consideración de estrella intergaláctica y transgeneracional. Da igual si no te gustan las películas de espías, las de aventuras o con rusos torpedeando el mundo, las de gánsters en franela y caballeros que comen con las manos, las de héroes tristes y curanderos en tratamiento, las de dragones sin hambre…, ahí estaba él a una voz pegado protagonizándolas todas, aunque solamente apareciera 007 segundos, tiempo más que suficiente para perdurar en el espacio-tiempo de una memoria que ansía regresar al futuro. Es extraño que los que forman parte del mundo de la cultura sean siempre los más llorados. Será porque sin Sean y todos los que cierran los ojos para siempre este mundo no estaría ni mezclado ni agitado, simplemente dejaría de hacer pie. ¡Slán leat, querido Sean!
