La vida es buena

Desde hace dos años muchos hablan de pesadilla interminable, una forma de convertir la vigilia en deshecho, restos de tiempo quemado. Y como siempre, los malos sueños duran más de lo necesario, precisamente porque la felicidad se descuenta por instantes en los que uno quiere lo que hace, ama lo que ve e incluso lo moldea. Los minutos, y por lo tanto las horas, corresponden a días cualquiera que discurren sin que suceda algo relevante, una sucesión de momentos que, con suerte, conforman una historia escondida, la nuestra. Así arrastramos los pies, pendientes de lo que ya vino y el pronóstico del tiempo, porque de alguna forma el aquí y ahora sólo queda al alcance del puto budismo zen.

Es cierto. A veces, respirar duele. Percibimos el pinchazo, la banalidad del mal en portadas y audios, también en los bordillos, en una isla perdida en el Atlántico y las almohadas. Sin embargo, todavía podemos disfrutar del dios de las pequeñas cosas, de sus mariposas nocturnas y la brisa del mar enredándose en el cuello de los adolescentes. Quizás cueste, pero la vida continúa imaginando, incluso al señalar con su garra suave a los que amamos sin esfuerzo. Perdemos, sí; también podemos contar que lo perdimos.

Mejor dejarse de juicios, asumir las consecuencias de nuestros actos y los del mundo que los desgasta. Más que nada porque encontrarle sentido a todo esto se considera el primer estadio hacia la locura. Ocupamos una plaza por defecto y resulta gratificante saber que el presente alcanzará el futuro sabiendo que hicimos todo lo necesario para convivir con lo inaceptable. Ahí reside la belleza de las cosas. Desde el borde de tus ojos puedes mirarte correr bajo las estrellas. No lo soñé; la vida es buena.

Ilustración: Caitlyn Murphy