Scarlett Johansson

En Manhattan, Nueva York. Hace 37 años. Así que felicidades, Scarlett. Desde entonces te hemos escuchado crecer, también visto y adorado. Sobre todo esto último. Porque algunas veces —normalmente cada siglo— aparece una actriz que encarna a todas las mujeres en una, como si de alguna forma extraña los personajes confluyeran en una boca, y por ende en las fantasías nunca resueltas de hombres y mujeres. Y es que los primeros quieren ser como ella para saber cómo se sienten siendo diosas y las segundas aborrecen los cuentos de hadas, aunque ella exista.

Esto en lo que se refiere a lo que brilla. En el recuerdo y los fotogramas queda la mocosa con ojeras, la de la perla y otras piedras de olor, el punto de partido y su revolcón entre trigales, las luces de Tokio en aquella pupila con vistas a la soledad, su voz de autómata rota sacando a Joaquin Phoenix de la tristeza en línea… en definitiva, toda una vida vivida a través de sus ojos y los de los espectadores clavados en ella.

Resulta que hay actrices así, concebidas por una mente superior que, con el empujón de la genética, resultan convincentes interpretando a la Rebecca de «Ghost World» y a una superheroína de gatillo fácil. Da igual, siempre interesante, un poco de periferia, inalcanzable. En ese sueño que es el cine imagino que le rozo un hombro en un descuido, que ella ignora el gesto culpable y se aleja caminando por una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, dejando tras de sí una bandada de pétalos. Quizás algún día… y por eso hoy cumple años. Lo sé, no es el regalo que querrías, tú eres el mío, el nuestro. Happy birthday, Escarlata.

Candela Peña

Parece que Candela Peña (Gavá, 1973) siempre estuvo allí, y sin embargo, como sucede con los actores únicos, se enciende y se apaga en función de las oportunidades laborales proporcionadas por un mundo, el de la interpretación, que representa mejor que los demás la oscuridad de unos hombres y mujeres que son ellos mismos y muchos otros al mismo tiempo.

Y es que «jugar» un papel, en el cine, el teatro o en la soledad de una calle concurrida, implica esperar a que suene el teléfono, a que el asistente de producción te diga que te toca o simplemente aceptar amargamente esa (terrorífica) palabra que es el NO después de la enésima audición.

Candela se ríe, rasca sus cuerdas vocales con cada palabra y reclama más trabajo. Porque ella es clara, por eso brilla, y no tiene reparos en decir en «La Resistencia» que deberían pagarle mejor por la segunda temporada de «Hierro» y que, a pesar de las alfombras rojas y el ruido de los flashes, no hay nada de glamuroso en el oficio de interpretar, que muchas veces el miedo a que no vuelvan a llamarte mientras escuchas crecer a tu hijo pequeño hace de vivir una peli de terror.

Mi intérprete española favorita no provoca cuando habla, simplemente escupe una verdad escondida en los camerinos del miedo, y que si «los tres Goyas que he ganado no sirven para nada», que le debe 50.000 euros a su madre, que «hay que hacer de todo porque de las malas películas no se acuerda nadie» y que Pablo Motos es… —bobo, eso lo digo yo— , y lo hace mientras sus dos ojos de niña de barrio y cine miran hacia el interior de todos nosotros, espectadores mudos ante una actriz mayúscula.

Los actores son personas a merced de cualquiera, y yo siempre estaré a la de Candela, la única que se despoja de una máscara que es a la vez destello y realidad a prueba de ficción.