¿Por qué regalamos lo que regalamos?

Es uno de los grandes dilemas del ser humano. Si exceptuamos esas raras ocasiones en las que un rayo sale del escaparate, penetra en nuestro subconsciente y nos conecta con un destinatario random, elegir regalo computa como sufrimiento del primer mundo. Poco importan las ganas de hacer feliz al resto. Al final se recurre al calcetín, la agenda de otro año en blanco o un libro. Y es que detrás de un acto lleno de buenas intenciones se esconden comportamientos atávicos en los que la ofrenda implicaba protección contra los malos espíritus. Luego llegó Amazon y la épica se fue a la mierda. También las tiendas del barrio. Así nos agasaja el progreso.

Entonces entra en liza la presión familiar, el techo de gasto y las frases de autoayuda que ven en el obsequio una extensión de nuestra personalidad. Si regalas a tu madre un Satisfyer eres un pervertido; doy fe. En cambio, si te decides por un sobre con efectivo te tomarán por un constructor o un locutor de radio. Eso sí, todo el mundo lo aceptará de buena gana, que ya se sabe que los euros no dan la felicidad, aunque tampoco se oponen. Si optas por la teoría del decrecimiento… ¡rata inmunda, animal rastrero!

El que regala exprime la alegría de todo acto altruista, incluso puede llegar a emocionarse. Sobre todo cuando acierta. No hay excusas. Si no sabes qué comprar existe personal cualificado que aconseja, sonríe muchísimo y hasta envuelve. Por su parte, el regalado se siente querido y tenido en cuenta, incluso tiembla al rasgar el envoltorio. Por desgracia la alegría dura lo que aguanta el papel celo. Para evitar ese conflicto interno, este año tengo una propuesta adaptada a todas las sensibilidades, mezcla de sillón de Conforama y persona cómoda que combina la decoración, la utilidad y algo parecido al amor. Lo decía Ovidio: «El regalo tiene la categoría de quien lo hace». Y se equivocaba de pleno.

Ilustración: Ellen Sheidlin

La necesidad de lo inútil

Decía Diego Bardón, torero mágico y maratoniano arrestado por negarse a matar a un novillo, aquello de «me siento feliz porque me considero absolutamente innecesario. Para mí, no he hecho nada relevante. Soy tan innecesario como podría serlo el presidente del Gobierno si no lo fuese: un señor más». Y así también nos sentimos muchos, aunque no son tantos los que se niegan a reconocer el escasísimo valor de editar un disco o un libro, y más en 2020. Soles y lunas trabajando, incluso domingos de guardar, dinero y conservas, algún que otro desvelo y, nada más publicarlo —salvo alguna excepción como la de Rozalén que nos ataca en sueños—, el resultado pasa completamente desapercibido, un producto más en la estantería algorítmica de Spotify o Amazon.

Y es que lo primero de todo, antes de comenzar a moldear, debemos de ser conscientes de la inutilidad del arte más allá de las necesidades inherentes al binomio creación-creador, proceso de pérdida en el que la obra finalizada (o abandonada) poco o nada se parece al boceto. De ahí que resulte sorprendente hablar de éxito, más bien un malentendido consensuado a base de formateo industrial y cientos de cuestiones relativas a la venta de productos perecederos. Y sí, tu nueva canción tiene 50.000 visitas, un millón y un cuarto menos que cualquier vídeo de perros o el Baby Shark Dance. Allá cada uno con sus mierdas.

A pesar de todo, desde aquí reivindico lo inútil y la utilidad de lo innecesario como manera no sólo de respirar, sino como acto de rebeldía en un mundo absorto más que nunca en la «neoindividualidad» rampante que implica salir adelante cada día. Eso sí, renunciar a lo bueno por intentar rozar el lado de la mayoría carece de sentido porque la mayoría está a otras cosas. Además, ¿a quién le importan las historias de éxito si no es a los más inútiles? Pensadlo. De esta forma lo innecesario se convierte en el pan de cada día… hasta que la vida fracase ante la muerte.

Ilustración: Andrea Ucini

La puntilla del 2020 se llama Trump

Hoy la incertidumbre es tal que incluso los habitantes de Valdevacas de Montejo se han levantado antes de que aúlle el gallo para comprobar el resultado de las elecciones de Estados Unidos, un país cada vez más alejado del sueño que convierte nuestro paso democrático por la tierra en una pesadilla con tintes republicanos. A estas alturas de la broma, todos vivimos un poco entre Los Ángeles y Nueva York, ya sea por una lengua infiltrada en cada conversación de oficina, con sus meetings y afterworks, o porque la tienda de ultramarinos se desangra con cada pedido en Amazon. Y, aunque nos joda admitirlo, causa más desvelos que Trump vuelva a ganar que Abascal se ponga la chaqueta talla S de futuro presidente.

La cuestión que sobrevuela este plebiscito mundial, el de continuar con la política de las vísceras o, por el contrario, apelar a la mesura para calmar unos ánimos a flor de cactus, es la de una profunda decepción por haber llegado hasta aquí. Porque si un canalla de lomo blondo es capaz de mantenerse en el poder durante más de un mandato, entonces eso significa que su elección no se trató de un accidente, sino más bien del óxido de valores universales como la razón ante el insulto, de los apretones de manos por encima del matonismo.

Para añadirle más gasolina y una píldora de insomnio al asunto, sólo será posible conocer al vencedor cuando le salga de los cojones a Trump, como si la soberanía del pueblo se hubiera convertido en mera observadora de esta civilización en horas bajas. Sea cual sea el resultado, esperemos que favorable al superviviente Biden, nos quedará la sensación de haber perdido y eso, con el presente virando hacia la broma infinita, es garantía de una celebración silenciosa, algo muy 2020.

Ilustración: http://evavazquezdibujos.com/