Sobre el interés en las relaciones

Todos queremos sentirnos útiles, hacer el bien entre tanta porquería, ser hombro, latido y hasta báscula. Si servimos para algo más que para nosotros mismos o nuestros fines, entonces el mundo parece menos amenazador, más redondo dentro de nuestra pupila. Hasta que, una mañana o una noche —durante el día normalmente se trabaja—, nos sentimos utilizados. Fuimos un rato bajo las sábanas, saliva en un banco del parque, ese medio para un fin consentido. No contábamos con el desinterés de la otra parte. Ni siquiera se dignó a escribirnos un mensaje o dar señales de vida en cuarenta y seis horas. Y eso duele.

Comienza un proceso en el que el «nosotros» del principio (dos adultos volviendo al instituto) desaparece dejando un «yo» desamparado. Así, el servicio mutuo imita al intercambio y éste a una mercancía. El horizonte brilla menos, es un trozo de carne colgado del techo. Nos muerde el perro de la rabia. El infierno eran los demás y uno no ha hecho nada para merecerlo. La otra persona nos cae fatal, peor, aj. Imposible comprender cómo perdimos un tiempo que hubiéramos empleado en ver series. Ahora esa persona es un recuerdo crónico de mala hostia. Gracias.

Estamos tan acostumbrados al premio y al castigo que se nos escapa la estrecha relación entre el enamoramiento y el interés. Podemos resumirlo en una frase: nos pillamos de nosotros mismos en presencia de otra persona. Cuando esa persona desaparece somos incapaces de soportar nuestro comportamiento, nuestra elección, otro error de una infinita lista de errores pasados y futuros. La solución no está en regalarse flores, ni en sacarse a bailar. Ni siquiera en hablar con uno mismo durante horas. Eso son vendajes. Bienvenidos sean. La solución está en los otros. Y eso duele todavía más.

Ilustración: Andrey Kasay

Usar a personas para olvidar a otras

Nadie nos prepara para una separación. Puede que la idea de romperse juntos apareciera en pensamientos fugaces, cuando sacábamos juntos la basura o conducíamos con las ventanillas abiertas. Ocurre y todo lo previsto es nuevo y la inercia de los días nos obliga a seguir hacia delante, «tirando», decimos, como si parar no se nos estuviera permitido. Un clavo nunca sacó una garra. Por si las dudas, nace un espacio sin tiempo para conocer a gente y encontrar destellos de esa sombra antigua, algo que nos conduzca a un lugar que ya no existe y que nos pertenece. El olvido es una forma extraña de mentira.

Entonces las personas se suceden. Cambia el olor, su forma de moverse o de pedir otro ribera, el pelo sobre la cara o corto por los lados. Algunas sirven para follar y desaparecer despiertos, con otras el sueño parece más profundo. Ninguna de ellas sirve porque nada le sirve al que deja de vivir y duela estando vivo. Sí, las personas pueden acumularse como mercancía, unas sobre otras, hasta levantar un muro frente al mundo. El mérito consiste en tratarlas bien o al menos intentarlo. Y surge la duda: ¿utilizamos a las personas para olvidar a otras? Sin olvido nunca habrá perdón. Y todavía no me he perdonado.

Aspiramos a un olvido absoluto sabiendo que nunca llegará, que podemos conocer a todos los habitantes de España, Suecia o México y no será suficiente. ¿Cuántos? Cien, mil, uno más. Este juego de números se parece a observar la lluvia antes de caer, carece de forma y de sentido, expone el enorme vacío dentro de nosotros. Poco a poco tiene que ir colmándose, con amigos y el mar al otro lado, con la esperanza de que las rupturas sirven para acercarnos más a la vida en el buen sentido de la palabra. Lo peor de todo es darse cuenta de que no usamos a las personas para olvidar a otras, sino para olvidarnos de nosotros mismos. Al escribirlo se me corta la respiración un poco.

Ilustración: Klaus Kremmerz

; Abre una nueva pesta

Del éxito a diferentes edades

Decía un fracasado que «el éxito es el punto de encuentro entre la preparación y la oportunidad». Pues bien, este aforismo sirve para un rato. El concepto de éxito se diluye con los años, oscila entre el ladrillo y las pedradas. ¿Os acordáis de vuestras aspiraciones de niños? Viajar a Marte y regresar más jóvenes, ser cirujanos para trasplantar a mundo dislocado o futbolistas recién salidos de la peluquería… Pues bien, eso va quedando atrás, muy poco a poco, a base de desaliento y realidades con espinas, a fuerza de entender que el éxito es un malentendido. Por eso muta.

Tras la fase de conquista, todos nos enfrentamos al extravío. Resulta que vivir es un largo proceso de preparación para algo que nunca llega a suceder, y claro, nos adaptamos. Atrás quedan los flashes y el dinero, más que nada porque muchos quieren una estrella destinada a uno o dos pequeños. Y nadie nos lo enseña. ¿Qué fue de la guapa del instituto? ¿Dónde trabaja el chico de la moto? Ninguno estiró el sueño. Ahora viven en Segovia. No consiguieron disfrutar de lo logrado que fue mucho. Querían más por culpa de una aspiración de pueblo.

Superados los cuarenta cae la máscara, tanto si te fue bien como si aspiras a un cierto grado de tranquilidad. La gloria no viene de fuera, sino de una certeza en las tripas: lo petas cuando te diviertes. Puede ser en un grupo de versiones, paseando a un perro cojo o perdiéndole el miedo a equivocarte. Se es más feliz de viejo porque a ciertas edades ya no se pretende contentar a todo el mundo. Naces, fracasas, recuerdas un mar bajo un sol púrpura y miras a tu alrededor. Rodeado de amigos calvos que te quieren podrás gritarlo al horizonte: tu vida ha sido un puto éxito.

Ilustración: Ryo Takemasa

Las despedidas raras

Algunas despedidas se producen sin querer. Ninguna de las partes la desea, ninguno quiere recibir ese mensaje, agitar la mano entre las flores, calentar el otro lado de la puerta. Estas son las despedidas raras, siempre acompañadas de la peor nostalgia, aquella que nunca llegó a suceder. Porque un adiós al uso conlleva una posibilidad de volver a verse, aunque sea de lejos o desde la otra acera. En este caso, la posibilidad ni siquiera es una palabra. El adiós sucede sin lágrimas ni dudas, imbuido de una indiferencia que airea lo más profundo de nosotros. Estas despedidas traen una muerte imposible de reconocer. De ahí la extrañeza.

A las piedras se las permite ser indiferentes. También a las montañas. Quizás por esa razón siguen ahí, un poco a lo suyo, pisoteadas y sin embargo firmes o bajo una nube con la forma de otras piedras blancas. La indiferencia en estas despedidas deja un sabor a hierro en la boca, el corazón frío, una realidad muda en el centro del verano. Qué peor desprecio al otro, qué forma tan humana de quitarle importancia a todo lo vivido. Te abrazo mucho. Un beso. Adiós.

A todos nos ha ocurrido alguna vez. Pasa. La despedida se olvida pronto. Extraña forma de borrar los hechos aún calientes en nuestra memoria. Fue bonito, una inercia, por eso desparece sin dejar rastro. Ni hubo principio ni hay un fin. Quizás dentro de unos años seamos capaces de valorar la pérdida ahora tan indiferente, tan nada. Quizás no llegara a suceder y por eso estamos separados estando cerca. Le dije que lo mejor era dejar de verse, no porque no quisiera verla, sino porque no le hacía todo el bien que se merecía. Y no sé si es verdad u otra mentira. Otra despedida rara. Otra más.

Ilustración: https://www.oritfuchs.com

Madres

Solo cuando padre murió pude conocer a madre. Durante años la observé de lejos a pesar de su cercanía de leche con galletas. Madre de tonos pastel y acuarela, madre a la sombra de un padre inalcanzable. Como siempre ocurre, un corazón se detiene y dos desaparecen. Game over. Ya no hay padres. El que sobrevive pierde casi todo y se revela. Madre sigue siendo esa niña rubia de ojos verdes a mis ojos, aunque cada vez es más mujer que madre. Lo noto en su voz al otro lado, en los dolores que se empeña en esconder, en el hecho irreparable de un hijo un poco triste. Padre tuvo que morir para que yo pudiera verla bien. Recordadlo, hijos: las madres no solo son madres.

Las madres parecen que siempre estarán ahí. Por esa razón muchos hijos no quieren cogerles el teléfono o cortan las conversaciones con un «luego te llamo». Es más, muchos las evitan porque son pesadas o están tristes o les sobra comida en un congelador abarrotado. Pues bien, madre, la mía, vive como una adolescente que escapa de la soledad y soy yo el viejo que no quiere molestarla. Cierto, la edad de las madres va en su contra, también en la nuestra, de ahí la importancia de decirlo: «Madre, estoy bien. Y sí, quiero irme a Japón, pero estoy bien».

La distancia del paso del tiempo es más fuerte que la distancia geográfica. Algunas hijas se transforman en madres, las madres en abuelas, todo va alejándose. Por esa razón me gusta ver a madre con rasgos de mujer independiente, con sus necesidades cubiertas y su miedos intactos, con la certidumbre de estar sola porque los hombres son unos muertos de hambre. Madre ha perdido la paciencia y eso la humaniza. A veces tengo la sensación de asistir a un milagro, el del amor que nunca se destruye. Por eso quería escribirlo en alto, porque late en todos y cada uno de nosotros hijos. Gracias, madre. Tú solo preocúpate de seguir estando viva.

Ilustración: Guy Billout

La falta de cariño

La falta de cariño es una forma de castigo. Prescinde de golpes y puertas cerrándose moviendo mucho aire. Se trata de una decisión consciente en uno. El otro se limita a aceptar su ausencia y el estruendo. Y olvida que puede vivir en una casa con un gato, sin amor diario o agua caliente, pero nunca sin muestras de cariño. Hablamos del cariño al margen de la caridad, muy lejos de contratos y cadenas. De ahí su misterio, de ahí que pueda ser representado con un trazo. La falta de cariño me convirtió en un hombre incapaz de recibir cariño sin salir huyendo.

Hay algo extraño en el cariño porque adquiere formas muy diversas. Las mujeres lo integran en el sexo, también cuando es muy guarro. Los hombres lo despliegan con desgana. El cariño aparece en el silencio, cuando dos, tres o varios ocupan una habitación sin decir nada. El cariño llena. El cariño nunca desgasta. El cariño. Quizás sea una escisión del amor, otra forma de decir te quiero al margen de palabras. No lo sé. Victor Jara envolvía al mundo con cariño. Quizás por eso le rompieron los dedos antes de matarlo.

Solamente los animales proporcionan cariño ilimitado. Creo que aprendemos mal de ellos, por eso al negárselo a otro de manera paulatina deja un rastro de sangre sin sangre. ¿Cómo puedo volver a aceptar cariño sin reservas? Observo a los perros del parque, a las palomas andando en círculos concéntricos, a los falangistas despidiéndose de un féretro… y regreso a casa. El apego implica un riego; la distancia una despedida de todas esas cosas buenas. Ahora todo se arregla con psicólogos. La falta de cariño tampoco.

Ilustración: https://klauskremmerz.com

De nuestras cicatrices

Somos un cúmulo de cicatrices visibles e invisibles. Porque sin cicatrices no hay dolor, un dolor procedente de la felicidad que escarba piel y tiempo. Si la piel nos define como humanos, con sus grietas y pozos cada vez más secos, el recuerdo va dejando marcas. A veces con forma de escalpelos. Otras con forma de resbalón o por la noche, «estaba a oscuras». Las peores son las que van por dentro, las que se ven por fuera. Los ojos nunca mienten. La luna, el sol y la ausencia. Resulta extraño comprobar cómo las cicatrices reclaman su condición de herida primigenia. Resulta inevitable. De ahí esta risa huérfana.

La felicidad no deja rastro. Todo lo que marca viene de los otros y está en uno. Así pintamos tatuajes sin color sobre la dermis, los mismos en todos con otras formas y otros gestos. Cicatrices en las muñecas, cicatrices en la barbilla, cicatrices debajo del ombligo, cicatrices en ninguna parte, cicatrices en este cielo atravesado por aviones. Dejamos de vivir para ir tirando de ellas y con ellas. Tal es el ciclo del ser humano herido. Rotura, grito al aire, desangrado, a veces sobreviene la muerte. En el mejor de los casos, costra, cura de tiempo, reconstrucción de la zona de guerra. Cicatriz. Y aceptamos.

Todas las cicatrices vienen con historia. Es más, son las únicas fotografías resistentes al paso de los años. La cicatriz no crece, aunque palpita cuando llueve y es verano. A nadie se la ha ocurrido hablar de la epidemia de cicatrices que asola el mundo desde la era de los dinosaurios. Están por todas partes y en ellas nos reconocemos. Al besar, besamos una cicatriz, la de los labios que quieren olvidar el cuerpo por un rato. Al dormir, velamos las heridas. Una cicatriz es una pérdida que viene a nuestro encuentro. Nos han cosido a ellas. Hay que reclamarlas con orgullo: medallas con olor a piel vivida.

Ilustración: Guy Billout

¿Es posible enamorarse de un desconocido?

Claro que es posible enamorarse de una desconocida, Luis. Sucede por obra de la química. Todo en una noche corta, con su baile y un desayuno nunca consumado. En eso consiste el enamoramiento, en moverse hacia la luz de alguien que nos representa y vive en otra parte, dentro de los párpados y aún más lejos. La música apaga el ruido, el mundo arde en respiraciones tibias. Será enamoramiento si necesitamos ser correspondidos a cada segundo. De lo contrario, no habrá menciones a los hijos o a un matrimonio cara al fuego. El enamoramiento es ahora, todo ahora, aquí todo. Y estas promesas solo se le hacen a una extraña.

Su nombre envenena los sueños y el tiempo pasado estando juntos. Regresa a las sábanas como la saliva. Solamente al conocer a alguien de verdad sentiremos el amor como cuidado diario. En el enamoramiento se hace patente la destrucción de dos que dejarían todo y quieren saber todo de una incógnita: comidas y ayunos, nombre, flores de mercado y apellidos, hora de nacimiento y una previsión exacta de la muerte. Será enamoramiento si se cuenta a los amigos y al espejo. De pronto, quedar no cuesta, aunque sea al otro lado del Atlántico. Adiós, pereza.

Recomiendo el enamoramiento como experiencia única. El cuerpo deja de doler, la cabeza palpita con cada mensaje, la dopamina pinta de rojo los domingos. Y uno, por fin, está de acuerdo con la vida. Aparece el miedo. Pero un miedo por la pérdida del otro, miedo de que no conteste si le llamas, miedo de no poderle hacerle una canción de miedo. Y decir te necesito alcanza la gloria del pan de cada día. Por fin sentir parece justificado. Ella no está, Luis. Pero ella soy yo. Y a los dos os quiero.

Ilustración: Guy Billout

Esa tendencia nuestra al suicidio

«Ama y haz lo que quieras». Lo dijo un santo. Después amamos teniendo en cuenta el mal rato. Despojado de su parte de vida, de vuelo y complacencia, el enamoramiento expone esa tendencia nuestra al suicidio. Porque uno puede ahogarse, saltar desde un octavo y tragar cianuro sin hacer ninguna de las tres. Basta con enamorarse de la persona equivocada, esa que, desde el primer parpadeo, da sentido a nuestra existencia sabiendo que acabará con ella o una parte. Sí, a veces, el enamoramiento es la peor forma de maltrato en todas partes.

Porque sólo los mediocres se conforman con vivir un enamoramiento sin épica. Queremos caballos salvajes, sexo que convierte el sexo pasado en deporte, latidos de casa con piscina, mar y hasta un perro, traslados en taxi que equivalen a una vuelta al mundo, electricidad, ruina. El resto, más lento y viejo, está muy bien, pero ¡qué importante es perder la cabeza y sentir sabiendo que la muerte espera! Amar como deceso, morirnos como vivieron los románticos: llenos de vida.

Imitar a un kamikaze, rendir homenaje a Thich Quang Duc sin gasolina, nunca ponerse de lado, saber que uno se hace un flaco favor cayendo en la trampa… y disparar. Eso sí, no confundirlo con el amor lejos del ser amado. Eso va de estar cerca, muy cerca, en cuerpo y mente, todo el rato, de comer sabiendo que lo mejor sería pasar hambre con el otro en los huesos y en la cama. Perdemos la cabeza y el pecho porque alguien rebela lo mejor de nosotros, nuestro soplo de vida en esta Tierra. Resulta que el planeta era eso, un corazón sin freno. Y estalla con nosotros dentro.

Ilustración: Eric Petersen

Eso que me recuerda a ella

No puedo elegir mis recuerdos. Algunos duelen. Otros son suaves, traen paraísos perdidos y un verano. Entre todos los recuerdos hay algunos recurrentes que siguen siendo vida, aunque esa vida exista en otra parte. Los más intensos tienen que ver con ella. La recuerdo en el pelo hasta la cintura de mujeres caminando por delante de mi. También en un cigarro entre dos dedos, el aire y el humo, en los abrigos rojos, en una caricia sin apenas ruido. Es posible empeñarse en querer a alguien. Es imposible querer olvidar cuando el recuerdo da sentido al mundo. Soy yo el que gira y gira y gira.

Al principio, luchaba contra mi memoria. Se supone que para levantarte debes borrar al otro, dibujar un nuevo contorno al que añadir colores, formas y hasta una sombra. Pero es mentira. La única manera de encarar lo próximo se construye con restos del pasado. ¿Cómo es posible florecer sin otras estaciones cálidas? Los ausentes nunca dejan de latir. Los recuerdos detienen el tiempo. Nosotros en medio. Al fondo, el cielo con su abismo.

Nunca dejaré de recordarla. Sin embargo, puede que la olvide. Me acuerdo del sonido de su risa, de sus andares ebrios, de su forma de dar las gracias con cada respiración. Poco a poco, la ausencia es casi un juego. A veces está, otras veces me roza. Primero dejé de llorar. Luego, los sueños fueron desapareciendo. Algunos días, ella me trae un ramo de tristeza. Otros, petunias, geranios y prímulas. Me va acercando al mar. Encontraré mi reflejo en la corriente de los peces. Será por ella.

Ilustración: Choi Haeryung