Ayer fue un día muy importante. Tanto que cuesta entender que las redes no lo celebraran como se merece, con respeto, alivio y algo parecido a la ternura en su manifestación más fieramente humana. Será porque no hay hueco para estas cosas entre tanta pose. Y es que por fin, después de años de desvelos y morfina, se aprobaba la nueva ley de la eutanasia en un país de bandos y árbitros. Como siempre las facciones más conservadoras votaron en contra, tal vez obligadas por el aparato del partido, quizás porque gozan del privilegio de no tener a un pariente o un amigo que demuestra con un hilo de voz el deseo de ser asistido en su muerte personal e intransferible. Probablemente sea el miedo, la torpe excusa de creer que es otra manera de imponer el derecho de los sanos sobre la vida del que quiere zanjarla bajo sus propios términos. En nuestro caso fueron estas palabras: «Quiero tirarme delante de un autobús».
Conviene recordar que la regulación de la muerte no implica alentar el suicidio, tan sólo define el marco para que uno muera como vivió, al menos con cierta dignidad. Y en ese momento pienso en él, y en Ramón Sampedro mirando al techo, y en María José Carrasco pidiéndole el último acto de amor a un Ángel Hernández roto. Esta ley es una bala en la recámara, la mejor manera de habilitar el tránsito de lo que no es vida hacia lo otro, de despenalizar la acción de los que aumentan la dosis. Muerte, ¡qué palabra tan extraña eres! Porque a veces, para algunos, la eme se intercambia por la ese.
Por lo demás a él le sobró medio año. Un suspiro para alguien saludable, un periodo de tinieblas crónicas si eres incapaz de moverte de la cama y escuchas voces arremolinándose en torno a una consciencia hecha opiáceo. Sé que prefirió no pedírnoslo porque conocía los riesgos de la misión encomendada, la posibilidad de la cárcel, el peso de la piedra sobre los hombros. Nos queda lo vivido en su presencia y su vacío, incluidos los meses de descuento. También sé que no son buenos tiempos para hablar de estas cosas —tampoco lo fueron en el pasado—, pero esta ley sirve, entre otras cosas, para paliar la idea de que es mucho peor querer morirse que el simple hecho de hacerlo. Gracias.
