Las están matando. También a las niñas. Esta vez se llamaban Anna y Olivia Gimeno; uno y seis años. Antes de cometer un acto tan salvaje, el supuesto asesino amenazó a la madre: «No las vas a volver a ver en la vida». Queda descartada la enajenación en un hombre que pierde el título de padre y encarna la forma más sádica de castigo, el consciente y despojado de trastorno mental. Hacer daño en la carne de su carne. A él no le duele. O si le duele es capaz de tolerarlo porque el fin justifica el asesinato. A eso le llaman violencia vicaria. En realidad, el término es tan opaco que confunde, bordea el hecho de que a una madre se le entierra en vida hundiendo a sus hijas en el océano.
Decía Hannah Arendt que violencia y poder son términos contrarios. «Aparece donde el poder se halla en peligro; pero abandonada a su propio impulso conduce a la desaparición del poder». Ahora que termina una pandemia sale a la superficie otra en su forma más letal porque implica la desaparición de todos los miembros de la familia: la de las hermanas que no respiran, la del padre que sumerge la bombona de oxígeno y la de la madre que llena sus pulmones en tierra firme para mantenerse a flote. Y así el machismo golpea de nuevo, y muchos se niegan a aceptarlo. A esos me gustaría dirigirme. Hoy, en España, hay una mujer que, siendo madre toda la vida, ha perdido a sus dos hijas. No hay peor condena en este mundo dislocado.
