Parece que Candela Peña (Gavá, 1973) siempre estuvo allí, y sin embargo, como sucede con los actores únicos, se enciende y se apaga en función de las oportunidades laborales proporcionadas por un mundo, el de la interpretación, que representa mejor que los demás la oscuridad de unos hombres y mujeres que son ellos mismos y muchos otros al mismo tiempo.
Y es que «jugar» un papel, en el cine, el teatro o en la soledad de una calle concurrida, implica esperar a que suene el teléfono, a que el asistente de producción te diga que te toca o simplemente aceptar amargamente esa (terrorífica) palabra que es el NO después de la enésima audición.
Candela se ríe, rasca sus cuerdas vocales con cada palabra y reclama más trabajo. Porque ella es clara, por eso brilla, y no tiene reparos en decir en «La Resistencia» que deberían pagarle mejor por la segunda temporada de «Hierro» y que, a pesar de las alfombras rojas y el ruido de los flashes, no hay nada de glamuroso en el oficio de interpretar, que muchas veces el miedo a que no vuelvan a llamarte mientras escuchas crecer a tu hijo pequeño hace de vivir una peli de terror.
Mi intérprete española favorita no provoca cuando habla, simplemente escupe una verdad escondida en los camerinos del miedo, y que si «los tres Goyas que he ganado no sirven para nada», que le debe 50.000 euros a su madre, que «hay que hacer de todo porque de las malas películas no se acuerda nadie» y que Pablo Motos es… —bobo, eso lo digo yo— , y lo hace mientras sus dos ojos de niña de barrio y cine miran hacia el interior de todos nosotros, espectadores mudos ante una actriz mayúscula.
Los actores son personas a merced de cualquiera, y yo siempre estaré a la de Candela, la única que se despoja de una máscara que es a la vez destello y realidad a prueba de ficción.
